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martes, 9 de junio de 2020

El día en el que casi desaparezco

Hoy he estado a punto de desaparecer. 
No yo (la persona que escribe) sino el gimmick de YordiBiblioteca. 


Se lo cuento... 
De vez en cuando Google (Gmail-Blogger-Drive-YouTube) me pide verificar la cuenta. Lo hace mandando un código SMS al teléfono. Pero hoy pedía verificar con una cuenta de correo de recuperación (¡5 años sin usarla!). Y no me daba opción con el teléfono.

He vuelto a sentir la angustia de hace años cuando me bloquearon la cuenta del Facebook porque no le pude demostrar al Sr. Fesibú que yo era "YordiBiblioteca"
._. A ver, ni que fuera yo el único con un nombre inventado ¿no?

En la página de Facebook se perdieron muchos memes y ClásicoDeBiblioteca y épicos momentos de LaJefa que quedaron "congelados" en el tiempo, ahí. 
Y yo perdí el contacto con mucha gente, compas del mundo bibliotecaril. Algunos fueron reencontrados luego en el Twitter, pero otros ya no.

Lo de hoy me ha dado mucho más miedo porque llevo con el blog unos 5 años y de perderse (perder el acceso) me rompería. Sería como "desaparecer".
A veces siento que yo ya desaparecí hace tiempo. El yo real, me refiero. La gente que me "conoce" (que me ve, habría que decir) apenas sabe nada de mí.  En parte porque yo no soy de contar cosas y soy más cerrado que la cartera de un escocés.
Quizás por la fantasía, puse el listón de la confianza y la "fortalencia" en los demás muy alto, pero todas las personas reales que he conocido a lo largo de mi vida, y que he podido sentir como cercanas de alguna forma, me han engatusado, mentido, defraudado, utilizado, abandonado o... lo que es peor, supongo, han muerto.
De ahí nace también la incapacidad para desprenderme de cosas (inútiles). Las cosas quizás se estropean o se rompen, pero no le abandonan a uno. E incluso rotas y estropeadas nos transmiten algo. La gente que desaparece (por indiferencia, desinterés o muerte) ya no nos dice nada, simplemente "desaparecen" y uno debe aprender a vivir con el vacío. Y el vacío es como el aire, ocupa todo el espacio que puede y más. El espacio de la vida.

Mi vida, mi vida real, es insignificante. Y yo soy un completo inútil para gestionarla. Así que me construí una vida de repuesto. YordiBiblioteca es una vida de repuesto porque la real no me interesa. Es muy Pessoa esto, ya lo sé.
Yo no existo en el mundo virtual (no tengo perfiles sociales con mis datos reales) no me interesa nada eso. 

Pero sé que YordiBiblioteca se ha hecho un hueco en sus corazones. 😳 
A veces topo con hastags inventados por mí, que vuelan libres en los tweets de los compas de biblioteca. O me etiquetan ustedes en cosas simpáticas. O gente que tengo en mi hall of fame, me llaman a mí, gurú o influencer 
._. ¿Pero khé dise esa gente?

El caso es que tras un día de profunda angustia (estaba en la biblio dando cita previa pensando que no podría volver a escribir en el blog y preguntándome si no sería mejor matar el gimmick y desaparecer) pero he podido volver.
Y he vuelto gracias a mi sherlockholmesiano sistema de ordenación de papeles (a más polvo, más tiempo hace que está ahí) y he encontrado el papel que hace 5 años usé para anotar la contraseña de la cuenta de recuperación. No ha sido fácil porque el verano pasado vino el pintor, y tuve que "ordenarlo" y ese día también sentí que me lo habían quitado todo (aunque solo lo metí dentro de cajas y cajones). Pero como fan de la ficción, soy muy dado al drama. Sepan disculpar. 
Me he emocionado al poder encontrar el trozo de papel de hace 5 años. Hasta he pensado de hacerle una foto y subirla. Pero mejor no les comparto mi dirección de correo de recuperación con su contraseña. 
¬_¬ No es que no me fíe, ¿eh? 
Obvio que no.

Intentaré no desaparecer.
No por mí, sino porque... como dijo Dickens: "Uno no es del todo inútil en esta vida si puede aliviar un poco la vida de sus semejantes".
No he leído tanto a Dickens como para saber si esta cita es suya o no. Pero para mí lo es. 

domingo, 22 de octubre de 2017

Hoy en el súper

Hoy en el súper he vivido algunas cosas que procedo a relatarles.

Una señora ha entrado en el súper mientras el marido se quedaba frente a la puerta automática, sujetando a un perrito con flequillo y dientes que se empeñaba en seguir a su propietaria. El sensor de la puerta automática detectaba al señor, así que se abría. Entonces el perro, tirando de la correa entraba metro y medio dentro del supermercado y el señor debía tirar del perrete a tiempo para que la puerta automática al cerrarse no pillase a la correa o al perro.

Una familia de cinco miembros (o eso supongo yo) padre, madre y tres hijos (dos trastos y una teen al smartphone pegada) ocupaban el pasillo entero, entre las bolsas de basura y los suavizantes.

Una señora de abrigo rojo estaba ante el congelador de los yogures con la puerta abierta. Como no puedo hablar con desconocidos, he tenido que ponerme en la puerta siguiente y meter todo el brazo dentro del congelador para agarrar los yogures de delante de la señora.

Un tipo arrastraba un carrito de plástico, de esos para comprar cuatro cosas, con una niña rubia y vestida de rosa en su interior. El tipo llevaba la barra de pan bajo el sobaco.

Un niño vigilaba en el pasillo de los cereales quizás a que no viniera nadie para meter la mano dentro de la caja y sacar la cuchara mágica que prometía la colorida caja de cereales.

Un cliente reorganizaba la sección de aguas, apilando las garrafas según su capacidad y no según la marca. Las de ocho litros iban pegadas a la pared y luego las de cinco. No he ha parecido mala idea.

Un par de tipos, con aspecto de mafiosos del este, en pantalón corto y cazadora de plumón, deambulaban en la sección de vinos y bebidas alcohólicas.

La chica de la pescadería, con sus botas de agua blancas y su delantal ennegrecido empujaba una máquina que -deduzco- enceraba el suelo. La máquina perdía un hilo de líquido negro que ella iba pisando con sus botas de saltar charcos.

Dos tipos agarrados a sendos carros de la compra, charlaban de política en la sección de aceites de freír.

En una esquina había un palé -literal- de turrón de Suchard (estamos a 22 de octubre).

En la sección de leches quedaba leche de cabra, de soja, de arroz, horchata, y leches con sabores (vainilla, chocolate, fresa, naranja, pomelo, pera…) pero leche de vaca con sabor a leche no había ya. Estaba de oferta y se había agotado.

Los donuts de la panadería, estaban como si les hubieran puesto al sol.

Una señora iba comiendo uvas de un racimo que no se decidía a comprar.

Había cola para pesar frutas y verduras.

La gente deambulaba por la sección de frutería como zombies ciegos a los demás. Se evitaban sin mirarse. Cada uno a lo suyo. Era como observar el entrecruzar de coches en una rotonda de múltiples carriles.

Una señora con muchas joyas colgando esperaba que sacaran pan caliente del horno y se iba mirando las uñas de la mano mientras cambiaba el peso de su cuerpo de un pie entaconado a otro.

La cajera era una muchacha india (o pakistaní, eso no importa). Lo interesante es  su nombre. Lo llevaba escrito en una plaquita en el pecho. Al nombre ella había añadido un espacio con un vocal extra seguida de un punto. Quizás la inicial del apellido. Soy incapaz de escribirles el nombre, sólo diré que tenía siete letras y sólo una vocal. No creo que en ese supermercado haya alguien más con el mismo nombre y deban diferenciarse usando también el apellido. Pero ella debía pensar que sí.

Hoy he comprado un cóctel tropical de fruta seca. Porque, según me he dicho a mí mismo, eso será lo más cerca que estaré nunca de un cóctel en el Trópico.


lunes, 9 de octubre de 2017

La parienta ofendida y otras invasiones

Estaba yo en el velatorio, tomándome un respiro de frases banales sobre la brevedad de la existencia, cuando veo a una señora salida outtanowhere que cruza la sala a grandes zancadas y se planta ante mí.
- La última vez que nos vimos -dice-, te pregunté quién eras y me dijiste adiós y te fuiste.
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Anteriormente…
Según parece, esa mujer y el que escribe coincidimos tiempo atrás en un acto social con medio centenar de personas. El 98% de los allí reunidos me eran absolutos desconocidos. Según dice ella, se me acercó y sin mediar saludo ni presentación previa, me abordó con:
- ¿Y tú quién eres?
A lo que yo, siempre según ella, me limité a decirle adiós y a largarme.

No recuerdo ese encuentro, pero no lo niego porque esa reacción de huída precipitada ante el abordaje de un desconocido es algo bastante propio de mí.
Diría más, si mi respuesta fue un “adiós”, como ella sostiene, debo reconocer que me mostré particularmente educado ese día. Hubiera podido responder: “¿Y quién eres tú?”  o “¿Y a ti qué te importa?” o ignorarla por completo.
Esa técnica de “dejar en visto/oído” a las personas desconocidas que me hablan, la estoy perfeccionando. No hace mucho, un tipo me abordó en plena calle para preguntarme acerca de la antena de su piso y sí, según yo veía, el cable estaba suelto o enchufado allá arriba, dos pisos por encima de nuestras cabezas. Imaginé que era algún tipo de distracción o encerrona para robarme (algo bastante habitual en nuestros días) así que me limité a mirarlo a él con la mirada de Ronda Rousey y no mediar palabra alguna.
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La mirada de Ronda Rousey (por Ronda Rousey)
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Aunque a mí me queda más bien así

He tardado muchos años (y mucha angustia) en descubrir que a la mayoría de la gente el silencio le incomoda. Por eso la gente suele decir tantas estupideces. Pero como yo vivo replegado hacia dentro el silencio no sólo no me incomoda sino que lo prefiero. El tipo del cable, o el ladrón o lo que fuera, optó por cruzar la calle y abordar a una señora que venía de la frutería (algo que deduje porque, aunque llevaba una bolsa de plástico de la zapatería, de la gran bolsa con el logo del zapato, asomaba un apio).

En otra ocasión, me encontraba yo dentro de mi vehículo esperando detrás del volante, cuando un tipo desconocido que venía por la acera, se planta ante la puerta del coche, la abre y dice:
- ¿Te puedo hacer una pregunta?
Le cerré la puerta con tal ímpetu que si llega a meter la mano se la rompo.
¡Menudo susto me dio ese hijoputa!

¿Por qué estas invasiones del espacio personal?
A mí nunca-jamás-en-la-vida se me ocurriría ir a abrir la puerta de un coche con un desconocido dentro.
Como nunca se me ocurriría abordar a un viandante desconocido y preguntarle sobre el cable de la antena de mi piso.
Como nunca abordaría a un desconocido con un ¿y tú quién eres? así, a bocajarro.
¿QUÉ PUÑETAS LE PASA A LA GENTE?


Pero, volvamos al velatorio...
- La última vez que nos vimos -dice-, te pregunté quién eras y me dijiste adiós y te fuiste.

Era evidente que la señora estaba ofendida. Y lo estaba desde ese remoto día.
Y, como ya habrán deducido, yo me quedé en silencio.
Rompió el silencio un señor, también desconocido para mí, que se acercó, le puso la mano en la muñeca mientras decía algo ingenioso para romper la tensión silenciosa:
- Porque debía tener prisa, mujeeeer -lo dijo así, alargando la e.

Llegó entonces un tipo un mallas de running (¿Quién carajo va en mallas a un velatorio? ¡Holy shit!) y se plantó allí, se formó un corrillo de gente y volvió la avalancha de tópicos de velatorio acerca de la fugacidad de todo, las preguntas morbosas acerca del sufrimiento del finado o la lista interminable de otros parientes a los que han ingresado/operado recientemente.

En mi mundo -un mundo imaginario en el que me siento seguro- esa señora, ese remoto día, se hubiese acercado y empezado así:
- Hola. Yo soy Tal. Soy prima de A, tía de B, nieta de C, hermana de D… -o el parentesco que corresponda y así crear un zona comuna-. ¿Y tú quién eres?
Pero abordar directamente al otro me parece ofensivo. Así que si la señora esperaba un disculpa por no haberle respondido ese día… YO AÚN LA ESPERO AHORA porque sigo sin saber quién es y -francamente- creo que puedo vivir hasta el próximo velatorio sin saberlo.

He dicho.

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El velatorio (Ulpiano Checa)



miércoles, 16 de agosto de 2017

[-Por favor, no te suicides.]

-Por favor, no te suicides.
¿Cómo voy a matarme
si no tengo valor ni para cortarme el pelo?  
Pero no se lo digo.
Creería que es un chiste.
El silencio me hará parecer idiota,
pero abrir la boca parece confirmarlo.
Me callaré unos días más.
Ya se irá.
Yo ya me he ido
aunque siga aquí.
Estoy tan lejos ya
que ni siquiera me importa
quién seas tú.
He pintado un garabato en mi Diario.
Hablo del aparcamiento.
Las palabras escritas no bastan para esto.
¿Qué voy a decir que no sepa ya?
Pero cuando esté lleno,
escrito con letra minúscula e indescrifrable,
lo enterraré en el jardín.
Mi gran tesoro es un cofre vacío.
Aquí no hay respuesta y
ya ni siquiera me esfuerzo en preguntar.
Sólo la inercia me mantiene en pie.
Cada día es el mismo día.
Cada persona es la misma persona.
Su historia son matices.
Todo son versiones de la misma canción
que no me apetece escuchar.
¿Para qué preguntar tu nombre?
¿Para qué recordar tu rostro?
No me verás jamás.
Yo soy nadie
y nadie cabe en la nada.
Apenas puedo respirar
dentro de mí.

- Por favor, vuelve.
- Nunca he estado aquí.
Se enfada porque “lo complico”
todo es tan simple
no hay nada críptico
no hay laberinto
sólo hay dos puntos
sólo hay una recta
sólo una dirección.
Todo está roto
todo está sucio
todo está muerto
ya no queda nada
en pie
no queda nadie

despierto.

domingo, 23 de julio de 2017

Sobrevivir a pesar del miedo

A duras penas se puede subir la música para no oír los propios pensamientos. Te acuchillan de repente, sin saber por qué. Nada puede contener el pensamiento mucho tiempo. Parece que se han ido pero sabes que no. Se agazapan y volverán luego, más tarde, otro día, cuando creas que eres tan más-o-menos-normal como el resto.
Pero el resto está ahí fuera y yo estoy aquí dentro.

Hace mucho años, en otra vida que viví hace apenas un suspiro, todo se rompió para mí. O quizás me pasó lo que me pasó porque me tenía que pasar y porque yo, en realidad, ya estaba roto de antes. Puede que yo ya saliera defectuoso.

En esa vida pasada, en esa infancia que no recuerdo feliz ni alegre, sino atenazada ya por la locura y el miedo, no tomé ninguna determinación para con la vida. Ni siquiera elegí, me limité a dejarme arrastrar. El barro y los cristales rotos me arañaron el cuerpo. Supe muy pronto, muy joven, que la vida no era lugar para mí.
Reflexionando luego, llegué a la conclusión que deberían haberme dejado morir la primera vez. La existencia posterior, todos estos años desde entonces, ha venido a confirmar ese sentimiento. Y nada ha podido refutar aún esa teoría.
¿Para qué? ¿Para qué tanta angustia y tanto miedo? ¿Qué razón tiene todo este sufrimiento?

Cuando salgo a la calle, siento miedo. Temo encontrarlo al girar la esquina. Evito ir a determinados lugares, por determinadas calles, a determinadas horas por el terror, puro terror, de encontrarlo. No estoy tranquilo si hay gente alrededor. Temo a los desconocidos del supermercado, de la calle, de los pocos lugares a los que puedo ir y temo más aún encontrar a un conocido. Dar con alguien vomitado del pasado me aterroriza.
Entonces tuve que marcharme. Borrar mi nombre y abandonarlo casi todo. Tuve que renacer y empezar desde cero sin ninguna ayuda, sin ningún vínculo a lo que había sido. Tuve que no ser yo y me esfuerzo en ser otro desde entonces.

Huí por el camino más complicado. Porque limitarse a sobrevivir me parecía más fácil y más limpio que huir, simplemente. Así que me alejé de la gente que me conocía, dejé que me olvidasen. Deseé que todo aquel que me hubiera conocido muriese para que no pudiese hablarle de mí, hablar de ello, hablarle y que a través de un charla banal, pudiera volver a encontrarme. La mera idea de volver a todo aquello me enferma y me enloquece.

Alguna vez he intentado contarlo. Pero la gente no lo entiende. Se lo toman a la ligera o me dan consejos imposible de realizar para mí. O se ríen porque, desde fuera, puede resultar hasta cómico. Es como hablar otro idioma. Pobre idiota, deben pensar.

Así que no puedo confiar en nadie. Y no puedo tener a nadie muy cerca durante demasiado tiempo. Se quedan encallados porque yo estoy en constante huída hacia ninguna parte y pretenden obligar a que encaje en la imagen que se hicieron de mí y me encadenan a ese molde que, como dije, está roto. Pero no les puedo culpar. Todo es falso en mí. No tengo rostro, ni nombre, ni lugares a los que ir, ni conocidos que pueda presentar en una fiesta. No tengo nada y no soy nadie porque sólo así he logrado sobrevivir al miedo que me paraliza cada día desde que tengo uso de razón.

viernes, 16 de junio de 2017

Me han limpiado la cuenta corriente

Una de la preguntas frecuentes de los oyentes del programa (¿?) es: ¿Qué hace un bibliotecario cuando la biblioteca está cerrada? Lo ignoro, pero a juzgar por sus redes sociales no paran. Mi vida es mucho más emocionante: hoy he ido al banco a hacer una gestión.
Y les voy a hablar de ello.


Capítulo 1 - El chapoteo infantil y alguna arrugada reflexión

Hay muchos caminos para acercarse a la City, la zona de lo bancos en mi pueblo, pero prefiero la calle que pasa cerca de la biblioteca. Esa callejuela, que en alarde de pomposidad hemos llamado avenida, pasa frente a una guardería. Es agradable pasar por allí. Las voces y los chillidos de los patios escolares me recuerdan el cine de la nouvelle vague. La guardería es un edificio de planta cuadrada en equidistancia perfecta de la valla que rodea el recinto. A determinadas horas, las puertas se abren y salen en tromba, hacia el patio, un montón de críos. Corren para agarrar sus motos y coches de juguete. Subidos en sus vehículos, los jóvenes pilotos, se enfrascan en carreras hacia ninguna parte y, en un símil aprendizaje de la vida adulta, discuten y se chillan en los atascos alrededor de la fuente, que vendría a ser la rotonda del lugar.   
Debido a la ola de calor que padecemos, hoy los vehículos estaban guardados y la actividad recreativa consistía en chapotear en unas piscina inflables, cuatro que yo haya contado, todas azules y todas redondas; compradas al por mayor y con descuento.
En la calle, bajo un cerezo torcido y esmirriado hay un banco para que los familiares esperen la hora de entrega y/o recogida de criaturas. A media mañana, ese banco estaba ocupado por un par de afables ancianos y un perrito rechoncho. Los ancianos hacían visera con la mano y achinaban los ojos con la esperanza de ver a alguna de las monitorias/profesoras darse un chapuzón. Seguramente no ha hecho falta ponerse el bañador, pues el chapoteo infantil era tal que las muchachas al cargo habrán quedado bien regadas.
Un servidor, observaba todo esto desde su coche, esperando pacientemente que una señora con bolsas del super, cruzara el paso de peatones que hay frente la guardería. Y pensaba también que no tengo ya ni un solo recuerdo feliz de esa primera infancia. ¿Chapoteaba yo en el agua? ¿Jugué así alguna vez en la guardería? ¿En qué momento esos primaverales recuerdos fueron sustituidos por amargas experiencias y desengaños de la vida? ¿En qué momento, en definitiva, empecé a morir?

Modelo de piscina: la ballena alegre



Capítulo 2 - La espera y un estudio de personajes

He aparcado el vehículo lejos, como a nueve calles de mi objetivo sí, pero a la sombra. Aparcar a la sombra en plena ola de calor me llena de orgullo. Es una épica victoria sobre la sofocante realidad. Da igual que en el viaje de ida y de vuelta haya sufrido lo indecible. Por el árduo camino, me refrescaba la fe que el coche a la sombra estaría no-tan-caliente como el del pobre desgraciado que ha aparcado en doble fila justo delante del banco.
La temperatura dentro del banco era, eso hay que remarcable, agradable.
En esa oficina del banco hay cuatro empleados, de los que sólo trabaja uno: la muchacha del mostrador, con aspecto de pefil de Instagram. Luego está un señor que supervisa algo y que deambula de mesa en mesa (quizás porque en realidad no tiene ni siquiera un sitio en el que trabajar), el señor jefe, que reposa en su despacho, hojeando el periódico o intentando adjuntar un archivo adjunto, y el típico empleado de banca que verán ustedes en cualquier oficina de cualquier entidad: el treintañero cocainómano.
Se trata de un tipo así: varón, blanco, de unos treinta y tantos, con traje, aspecto cuidado sin llegar a elegante  y que destaca por su mirada furtiva y unas fosas nasales demasiadas dadas de sí, como respirar sólo aire de montaña.

Sólo había un cliente en la oficina cuando yo he entrado. Un muchacho con moto, a juzgar por el casco, y unos zapatos demasiado pequeños, ya que los talones asomaban por encima de la superficie pisable del calzado. Unos minutos después, ha entrado otro cliente, del prototipo Rebolledo. Es decir, bajito, regordete y calvete. El Rebolledo del banco vestía un polo azul marino y unos pantalones caqui deshilachados de los bajos.
Si ven que me fijo mucho en el calzado y los bajos de las ropas de la gente es debido a mi depresión crónica que me hace mirar siempre hacia el suelo (y esa es la razón que encuentre monedas extraviadas con frecuencia).  
Encontrando mi primer céntimo o pensando en la muerte (a saber...)



Capítulo 3 - Cuando el título de la historia cobra sentido al fin.

Algo que he venido observando en mis anteriores visitas al banco es que en esa oficina la señora de la limpieza trabaja durante las horas de apertura al público.
Suele barrer primero y fregar después, mientras los clientes hacemos cola. Lo cual nos obliga a todos a realizar una acompasada coreografía que, a no ser que seas cliente habitual, desconoces. Con la vergüenza que siempre conlleva errar el paso.
La abnegada mujer se agacha a vaciar los cubos de basura mientras cliente y empleado charlan, con la mesa de por medio, de las fluctuaciones de las acciones y el crecimiento negativo de los fondos.
La señora de la limpieza dobla en edad a la chica del Instagram-mostrador, pero lejos de amilanarse por la importancia de las gestiones de la muchacha se ha puesto a barrerle los pies dando golpes en las esquinas de los muebles con la escoba. La señora de la limpieza tiene aquella cara de las madres que vienen a la biblioteca a buscar el libro de lectura del niño. El niño suele tener ya 16 años y está encallado en el instituto. Y la pobre señora viene a la biblioteca arrastrando su cansancio para sacarle el libro que el niño necesita para mañana.
-Señora -le digo mentalmente-, si el comealdabas de su hijo no ha venido en todo el trimestre a buscar el libro... ¿Qué le hace pensar que vaya a leérselo esta noche de un tirón?
Pero callo y le busco el libro aún sabiendo que no lo volveré a ver hasta que la buena mujer logre vencer la reticencia del “niño” a no entrar en su cuarto y encuentre allí el libro, meses después de la fecha de devolución.
Pero volvamos al banco.
Estábamos los tres, yo, la muchacha de Instagram y la señora de la limpieza realizando la gestión cuando, de pronto, la muchacha se ha levantado y se ha dirigido hacia la impresora (situada estratégicamente en la otra punta del banco, para así, darle la oportunidad de estirar algo las piernas; que estar todo la jornada sentada ante el ordenador no es sano).
Mientras la empleada se ha ausentado de la mesa, la señora de la limpieza ha pasado un trapito por encima del teclado y le ha dado un golpe de plumero a mi libreta de ahorros.

Si fuera una de esas quejicas habituales (madres primerizas que se quejan que las mesas de la sala infantil son demasiado altas para su bebé, y años más tarde, la misma señora que las mesas son demasiado bajas para su hijo. O ese viejales con nada-mejor-que-hacer, que se viene a quejar que el periódico le ensucia las manos, que el agua del grifo sale demasiado fría o demasiado caliente, o que las letras del teclado del ordenador son más pequeñas que las del teclado de casa de su hijo,...). En fin, si fuera uno de esos singermornings me quejaría de: ¿qué carajo hace la señora de la limpieza pululando por delante de mi cuenta de ahorros? que si dónde queda la confidencialidad y patatín y patatán.
En lugar de eso prefiero imaginar que la noble señora de la limpieza es, en realidad, una agente de seguridad infiltrado. Una experta ninja capaz de reventarle la boca a uno de esos ladrones que dan tirones a las abuelas cuando cobran la pensión. Una señora que saltaría por encima del mostrador rociando los ojos con el ambientador de lavanda, para salvar cuentas corrientes de pequeños ahorradores como yo.

Quizás esa mujer también sueña con detener algún día un robo, encerando el suelo justo bajo los pies del ladrón. Y es que para aquellos que tenemos trabajos anodinos y nuestra vida es tan gris como el mostrador del banco, sólo los sueños nos permiten seguir viviendo, aunque a menudo la mera existencia sea tan asfixiante como entrar en un coche aparcado al sol en plena ola de calor.

-fin-


martes, 30 de mayo de 2017

Una reflexión espacial

Últimamente estoy viendo documentales del 52 - 523 (para los que no anden frescos de CDU y ordenación bibliotecaria, les diré que son temas relacionados con el espacio y los planetas).

Allí arriba el tiempo se mide en miles de millones de años. Una realidad tan incalculable que nos devuelve, a nosotros y a nuestros trascendentales problemas, al verdadero lugar que nos toca: un rincón insignificante.

Creemos que el mundo empezó con nosotros, que despertó poco antes y nos lleva algo de ventaja, la vida de nuestros padres como mucho… Pero ni siquiera sabemos los nombres de los abuelos de nuestros abuelos. Y esa gente existió. Fue al colegio, se enamoró, se mató a trabajar y ahora nadie se acuerda de ellos y a nadie le importa.
Cada uno cree que el contador empezó con él, pero miles han bebido y orinado el agua que bebemos. Creemos que nadie ha sentido lo que sentimos, que nadie ha padecido nuestro sufrimiento, que somos los primeros que les pasa lo que nos pasa. Pero la verdad es que no. No somos únicos. No somos especiales. No somos… nada importante.

¿Han visto a las hormigas corretear? Sus quehaceres son vitales para la supervivencia, la suya. Para nosotros, la existencia de 100 hormigas es irrisoria. Para el universo la existencia de la raza humana (la que vive hoy, y la que ha vivido y muerto desde hace dos mil años) es completamente intrascendente.

Como la mayoría de nosotros no puede ir al espacio y ver la realidad a tamaño natural, hay dos lugares aquí, en nuestro planeta, que podemos visitar para experimentar algo parecido. Son lugares que deberían estar en cada pueblo y ciudad del mundo. Los únicos sitios que siento que vale la pena visitar: la biblioteca y el cementerio.


Entre los estantes de cualquier biblioteca hay más vidas de las que podremos vivir. Algunas totalmente inventadas y otras tormentosamente cercanas a nuestros sufrimientos (esos que creemos únicos y originales y ante los que nadie, NADIE, creemos que puede ayudarnos a sobrellevar… ¡cuánta vanidad egocéntrica!).
Y entre “los estantes” de los cementerios están las (ex)vidas de parientes lejanos y desconocidos de los que repetimos pensamientos, conductas y sentimientos aún sin saberlo. Gentecilla vulgar cuya vida se resume ahora en dos fechas y un nombre. Todos los días, todas las esperas, las idas y venidas, las ilusiones y los miedos de sus vidas han desaparecido y no nos queda ni el recuerdo.
Nosotros también seremos olvidados en un par de generaciones.

Porque somos tan insignificantes como el polvo de las estrellas.