Hay lápidas que me fascinan y ante las que me
detengo y las miro y leo con atención. Las de aquellos que nacieron después que
yo, y ya murieron. Y las de aquellos que nacieron muchos años antes que yo y
murieron antes que yo naciera.
Las tumbas de niños son trágicas. Y subrayan su
morbosidad publicando la edad del finado. “A los 11 años”. “A los 7 años”. Esas
lápidas suelen tener alguna foto de la criatura sonriendo y feliz. Y a veces,
algún juguete o peluche.
Es perturbador leer esas palabras doradas esculpidas
en el mármol que agradecen la feliz fugacidad de su vida. Hablan de luz eterna,
perpetúo recuerdo y ojos y sonrisas llenas de vida. Suelen escribir “lucha”
cuando quieren decir “enfermedad”.
Encontré una tumba de una tal Paula que nació en
2011 y murió en 2012. No llegó a vivir ni doce meses. Es aterrador pensar en la
terrible angustia de sus padres y familiares durante esa espantosa agonía que,
aunque no llegó al año, les debió de parecer una serie de eternidades
superpuestas.
Las tumbas antiguas me fascinan por el simple hecho
que ese señor nacido en 1822 y muerto en 1897, vivió una vida tan pueril y
simple como la nuestra. Ese José del siglo XIX nació, creció, debió recibir
alguna clase de educación y se mató a trabajar toda su vida… Padecería dolor de
cabeza y de muelas. Sufriría el rechazo de alguna muchacha de la que estaría
enamorado, se enojaría ante la impuntualidad del albañil de turno que debía
arreglar las goteras del tejado, o se pegaría un susto al entrar en la despensa
y salirle de la nada el gato del vecino.
Penalidades comunes que acercan su anodina vida a la
nuestra. Vivió como nosotros, sin ser nadie importante para la GRAN historia. Y hoy ya no
queda nadie que le recuerde, ni siquiera de oídas (“Tu bisabuelo era un tipo
que….”). A nadie le importa ya, como también nosotros dejaremos de importar a
los demás cuando todos los que nos conocieron, nos hayan olvidado.
._.
photo by Tim Corbeel
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