sábado, 31 de agosto de 2024

Only murders in the biblioteca


Dos ancianos lectores de periódicos y una estudiante opositora hacen un podcast con los crímenes que ocurren en la #biblioteca. 🗡️💀
Only murders in the #biblioteca 😬

 

viernes, 30 de agosto de 2024

El castillo ambulante (2004)

"¡Socorro! Una vieja con una pala!"


La joven Sophie es maldecida por una bruja: envejece de golpe.



Decide huir de su casa y viajar hacia la tierra de los magos. Acaba de empleada de hogar en el castillo ambulante del poderoso, y frágil, mago Howl.



Howl está vinculado al fuego que mueve su castillo, un refugio para un mago que tan solo quiere ser libre y que no le involucren en las guerras del mundo.



Luego Howl decide proteger a Sophie y ella, que se enamora del mago, quiere protegerlo a él. Aunque eso signifique que el castillo se desmorone por completo.



Es castillo ambulante es como la propia película, algo que nunca deja de moverse aunque uno no entienda cómo puñetas se sustenta. Es muy entretenida y con unos secundarios entrañables. Y sí, la prota es una señora mayor.




El castillo ambulante (Hauru no Ugoku Shiro; 2004)  dirigida por Hayao Miyazaki.

"El corazón es una pesada carga"

jueves, 29 de agosto de 2024

Relato "Asfalto" de Carlos Buiza

 Asfalto (19??)


Carlos Buiza


Relato completo (castellano)


ASFALTO


El intenso brillo del sol reverberaba en las calles y en las blancas fachadas de las casas; el hombre deambulaba, sudando, bajo el calor del verano.

—¡Dios, debe hacer mil grados!

Debía andar, sin embargo; el médico le había dicho que cinco o seis kilómetros diarios, por lo menos. Era, quizá, la primera vez que lamentara la corta distancia entre su casa y el trabajo. Veía de vez en cuando algunas personas apresuradas que huían del calor de la calle, visiones fugaces que desaparecían por cualquier esquina. La goma del bastón y la guarda metálica de su pierna derecha, escayolada, establecían un ritmo de percusión, lleno también de calor y abotargamiento. El sombrero de esterilla le protegía, pero hacía bajar por su frente gotas de sudor que él enjugaba de vez en cuando, deteniéndose.

«Es un día agobiante…, un día de infierno», pensaba el hombre.

Después de haber recorrido algunas manzanas procurando mantenerse siempre al resguardo de la sombra, emprendió, como todos los días, el regreso a su casa.

Un perro sin collar, vulgar y feo, le asustó al salir inesperadamente de una esquina. Alargó el bastón para ahuyentarle, y el perro cambió de dirección, cruzando la calle. A su vez, el hombre se dispuso a cruzarla. Miró a ambos lados, inútilmente, pues no pasaba ningún vehículo. Apoyó el bastón en el caliente asfalto y adelantó una pierna; pero el bastón permaneció rígido en el mismo punto y casi le hizo perder el equilibrio. El hombre juró entre dientes. Tiró de él. Estaba bien fijo en el reblandecido alquitrán. Bajó de la acera, sintiendo cómo la guarda metálica de la pierna se hundía también en la pastosa mezcla.

—¡Maldita sea, debo ser imbécil! —dijo en voz alta.

Apoyándose en su pierna sana hizo presión con el pie. Pero el hierro se había clavado rígidamente y parecía no querer salir de allí. Se ayudó con las manos, tirando de la escayola y, a cada intento, la cara se le ponía más colorada; después se dio cuenta que el zapato también se había hundido un poco, privando a la pierna sana de movimiento.

Comprendió que se había clavado en el asfalto, sin posibilidad de salir, a no ser que recibiese ayuda.

Miró a ambos lados de la calle, pero no pasaba nadie.

—Tendré que esperar…

Había transcurrido una hora y el hombre continuaba en su prisión. La calle seguía solitaria. En una ocasión creyó ver a alguien; después comprobó que se trataba del perro que él mismo había espantado momentos antes.

Había hecho algunos intentos para desasirse de la negra pasta, sin resultados. Ahora esperaba, simplemente. «Esto, pensaba, me pasa por estúpido; ¿quién me manda pasear a estas horas?… Aunque la culpa no es mía…, el alquitrán no debería derretirse por mucho calor que haga. Por lo menos no de esta forma.» Pero, fuese como fuese, estaba allí encerrado y tenía que salir.

Miró hacia sus pies. La guarda de hierro se había hundido más y la escayola rozaba el asfalto. La otra pierna también había descendido; el zapato comenzaba a desaparecer. El calor continuaba siendo insoportable y el sol brillaba con una intensidad aterradora. El hombre miraba de vez en cuando hacia las ventanas situadas a su alrededor, intentando ver a alguien que pudiera ayudarle. Pero las ventanas estaban cerradas. Descubrió nuevamente al perro, no muy lejos de él. El hombre silbó y el perro se detuvo, interesado; el hombre fijó sus ojos en los almendrados ojos del animal, que le observaban atentos.

—Hola…

El perro, inesperadamente, dejó de prestarle atención y emprendiendo un corto trote desapareció, definitivamente, detrás de una esquina.

Eran las cuatro de la tarde. El asfalto pasaba seguramente por el momento de mayor recalentamiento. Los pies del hombre se habían hundido más y estaban casi enterrados. Por fin, después de otra media hora, vio a un hombre que se dirigía hacia él. Al descubrirlo lo llamó con todas sus fuerzas.

—¡Venga, por favor, venga! —Le hizo señas con la mano—; ¡estoy prisionero en el asfalto, ayúdeme a salir, por favor!…

El otro se acercó despacio, mirando extrañado, como si no entendiese lo que le decían. Cuando estuvo más cerca, el hombre comprobó que se trataba de un viejo de unos setenta años, con el pelo gris y una barbita del mismo color. Sus ropas eran blancas y estaban muy usadas.

—¡Mire, mire lo que me ha pasado! ¡Me he quedado pegado en el alquitrán y no puedo moverme!… ¿Sería tan amable de echarme una mano?

—¿Una mano? Sí…, por supuesto. Pero no sé si podré. Estoy bastante débil, ¿sabe?… Pero, ¿por qué no?

Se acercó a él y se colocó a su lado.

—¡Cuidado, no haga eso!… ¡Se pegará también!

—¿Pegarme? —contestó el viejo—; oh, no, no se preocupe, yo peso muy poco.

Debía pesar muy poco, efectivamente; los huesos de la espalda se le clavaban en la chaqueta y sus pómulos sobresalían, rodeados de tirante pellejo.

—Vamos a ver… ¡ah!, tiene una pierna escayolada. ¿Qué le parece si intento tirar de ella? Me parece que será la mejor forma.

Los dos tiraron del yeso. El cuerpo del anciano temblaba por el esfuerzo y la cara del hombre volvió a ponerse roja, pero la pierna no se elevó ni un milímetro.

—No…, no me parece que sea la mejor forma… —el viejo jadeaba—. ¿Sabe qué voy a hacer?… Voy a ir a mi casa, y con la ayuda de mi nieto y una cuerda, probaremos de nuevo. Yo…, ya soy viejo… ¡Vivo aquí al lado y no tardaré ni cinco minutos!

El viejo se alejó con pasos apresurados.

«Qué tonto he sido en dejarle partir», pensó el hombre; «he debido decirle que avisase a casa.»

Pasó el tiempo y el viejo no aparecía. El hombre pensó si se habría olvidado o si viviría más lejos. Desconfiaba que volviese cuando, a lo lejos, creyó verlo. Sí, debería ser él… Pero mucho antes de llegar, se dio cuenta que el viejo había marchado en dirección contraria.

Las piernas, ahora, se le habían dormido y las plantas de los pies estaban llenas de hormigas.

¡Es horrible estar aquí…, esperando a alguien que no pasa!… Fue en este momento cuando vio lo absurdo de su situación. ¡Clavado en el asfalto!… Era ridículo, una ridícula tontería. Muy bien pudiera llamarme Mickey, Gooffy o Tom…

El guardia apareció inopinadamente y el hombre lo vio, alto y fornido. Cuando estuvo a su lado comprobó que era bajo y no muy gallardo, con la cara en forma de pera y cicatrices de alguna enfermedad antigua. Le contó su caso atropelladamente y su necesidad de salir.

—A lo mejor si llamamos a los bomberos, lo sacarán en seguida —le dijo el guardia—. Está demasiado hundido en el asfalto para tirar de usted… Se rompería, ¿comprende? Creo que deberán recortar a su alrededor y extraerlo con todo el bloque y después quitárselo poco a poco…, o algo así. ¡Sí, señor!, voy a por los bomberos, ¿le parece?

—¡Sí…, sí! ¡Es una estupenda idea! Pero por favor, dese prisa… Estoy molido…

—No se preocupe, no se preocupe. Estaré de vuelta en cinco minutos.

¡Cinco minutos! El mismo tiempo que el viejo… Claro, que un guardia no es un viejo cualquiera y los bomberos no se andan con chiquitas cuando se trata de salvar a alguien.

Pronto sonarían las sirenas…

Vio a los niños. Mantenía los ojos cerrados, agobiado por tanto calor y tanta espera. Al enterrarse los tobillos, los pantalones habían descubierto parte de la pierna y parte de la escayola. Los niños le miraban. Eran tres y se escondían; volvían a aparecer; le miraban fijamente, parados. Cuchicheaban entre ellos.

—¡Niños, venid!…

La niña desapareció para volver al momento con tres niñas más. El hombre oyó risitas contenidas y una exclamación de silencio. ¿Qué estarían haciendo? Ciertamente, el espectáculo de un hombre clavado en el asfalto, al lado de un bastón como una antena, no se veía todos los días. Pero los niños parecían mantener cierta precaución.

Uno de ellos, una niñita de cinco o seis años, vestía sólo unas braguitas azules y la piel de todo su cuerpo estaba morena de sol. Era como un pequeño insecto marrón, con un lunar azul.

Por fin se paró. Todos se pararon. Habían llegado a un acuerdo con respecto al hombre.

En fila india se le acercaron, pegados a las casas, y se detuvieron a cierta distancia. Las palabras no le hicieron daño. En realidad no sintió rabia por su impotencia ni odio contra los niños. Fue un desgarro interior que nunca había conocido.

—¡Estás-ahí-pegado-por-cabrón!

—¡Estás-ahí-pegado-por-cabrón!

—¡Estás-ahí-pegado!…

El hombre chilló.

—¡Fuera! ¡Fueraaaaaa!…

El grito le salió sin proponérselo. Fue una especie de alarido con el que se produjo una catarsis liberadora que le tranquilizó. Incluso el sol ya no calentaba tanto y tampoco se dio cuenta que se había hundido varios centímetros más.

Eran dos jóvenes de unos veinte años. Uno con una guitarra, el otro con unos libros.

El hombre los vio llegar hacia él. A unos quince metros lo descubrieron y se le acercaron.

—Señores, por favor… Vienen oportunamente. ¡Miren, miren qué me ha pasado! ¡Ayúdenme…, no puedo salir por mis propios medios! Podrían… ¿Podrían ayudarme?

Los dos jóvenes se miraron y volvieron a mirar al hombre.

—¿Queda muy lejos el circo? —dijo el de la guitarra.

El otro rió la broma, como una rata.

—No…, no me han entendido: estoy prisionero, ¡prisionero del asfalto! Se ha reblandecido por el calor y no puedo salir. ¿Querrían ayudarme?… Por favor, señores…

—Seguramente a Louis Armstrong o Duke Ellington se les ocurriría algo. ¿Por qué no pruebas?

—¡Sí!… ¿por qué no?

—No se trata de ningún circo, de ninguna prueba; es la verdad. ¡No puedo moverme!… Dejen la guitarra, amigos, y ayúdenme…

—Deja los libros, tú.

El otro dejó los libros sobre el asfalto. El hombre, mecánicamente, leyó los títulos: El Hombre Ilustrado, El Jardín de Epicuro, Pensamientos, de Pascal, Un Mundo Feliz…

El de la guitarra apoyó un pie en el libro de arriba y rasgueó las cuerdas. Un acorde en tono menor y, después, una séptima disminuida, que puso el contrapunto. La mano derecha estableció el ritmo. Un ritmo sincopado, duro. La mano izquierda recorría el mástil de la guitarra lentamente, con seguridad, introduciendo un prólogo machacante y repetido.

—No… no me han entendido…

—Cállate, imbécil; ¿no ves que está tocando?

Los acordes eran ahora declamatorios, iniciadores de la improvisación. El joven cantó con voz de barítono:

En el mundo no hay justicia: este hombre se pegó…

… Oh, oh, oh, y se quedará pegado.

Si alguien pasa por su lado de su facha se reirá… ah, ah, ah, y en asfalto morirá…

… Ah, ah, ah.

¡Pobre hombre desgraciado!…

—¡Pero, pero!…

—¡Calla, estúpido!

¿Por qué no se acerca nadie?

¿Por qué nadie le hace caso?

¿No veis su cara implorante?…

La melodía crecía en ritmo, insistente, pesada. El joven tocaba y cantaba, con los ojos cerrados. Su compañero sonreía, admirado, sin mirar al hombre, como en éxtasis.

… Se está muriendo.

Sólo reclama una ayuda…;

pero su color es negro.

—¡Bravo, bravo…, bravo!

La música terminó con un gorgoteo agónico. Los jóvenes respiraron hondo. Recogieron los libros. El compositor recibió las felicitaciones del otro.

—¡Eres fenomenal!… Termínala y preséntala a un concurso. ¡Qué jazz, qué registro, qué patetismo!

Se alejaban.

El hombre les chilló.

—¡No…, no; no se vayan! ¡Esperen un momento!…

—Señor…, señor… ¿está bien?

Era una vieja, pero el hombre no podía oírla ni verla: se había quedado dormido. La vieja se acercó y le tocó en un brazo.

—¿Está bien, señor?

El hombre dio un respingo, despertando bruscamente. Miró fijamente a la vieja, sin un gesto en el sudoroso rostro, quieto. La vieja retrocedió, tropezando con el bordillo de la acera y estuvo a punto de caer. Huyó asustada.

No sabía cuánto tiempo había pasado antes que se durmiera, ni tampoco le interesaba. El asfalto le llegaba hasta las rodillas. En esta posición soportaba mucho mejor el peso de su propio cuerpo. Su lecho no estaba caliente, como era de esperar: el asfalto envolvía sus piernas suavemente, como una manta.

El gran coche negro se paró a su lado. El sol se estrellaba en la brillante carrocería y una polícroma bandera se alzaba orgullosamente en la aleta derecha. Dentro iba un ministro, el cual preguntó al hombre y al cual el hombre contestó.

—¡No puede ser! ¡Es increíble! El presupuesto para vías municipales fue suficientemente holgado como para que… como para que ocurran estas cosas… ¡Insólito, es insólito! Qué materiales… ¡Qué materiales habrán empleado!… ¡La Ley, señor mío, es la Ley!… Pero me van a oír, sí. ¡Me van a oír!

—¡Sí, excelentísimo señor!

—¡Desde luego que sí! ¡Vámonos!… Y usted no se preocupe. En seguida lo sacarán… lo sacará alguien… no se preocupe. Adiós.

Y el ministro, su coche y su chófer, se alejaron a gran velocidad, 

—¡Pero cómo quiere que lo saque si está enterrado hasta la cintura! ¡Ni que fuese una levantadora de pesos!

—¡Pero puede llamar a alguien, avisar a alguien!… Tal vez a su marido.

—A mi marido… ¡ja! No digas gansadas, hombre; ¿es que tengo pinta de tener marido? ¡Y no pongas esa cara!, ni que te fueses a morir… Esto…, ¿quieres que te encienda un pitillo?

—No, gracias, es muy amable.

—Bueno, pichón, como quieras. Tú te lo pierdes. Adiós.

El hombre estaba llorando. Mantenía la barbilla hundida en el pecho y las lágrimas abrían limpios surcos en su rostro, ennegrecido por el sudor y el polvo. Lloraba mansamente, casi en silencio. Su cuerpo se movía como el de un monigote. Los cabellos le caían hacia adelante y estaban pegados a la frente.

Cuando advirtió las sombras y alzó los ojos, un chico y una chica le miraban, algo asustados. Ella tendría dieciséis años, el pelo rubio, los ojos inocentes; él no le llevaría mucha edad. Iban de la mano.

Los ojos del hombre pasaban de uno a otro, silenciosamente.

Los chicos miraban esos ojos tristes, sin comprenderlos bien, y se interrogaban a su vez. Pero no ignoraban la angustia del hombre, su imagen era bien expresiva.

—¿Podemos?… Tenemos prisa…

—Sí, podéis. Sólo…, solamente quiero salir de aquí. Llevo más de seis horas enterrado y nadie… Quiero salir, ¿entendéis? ¡Salir!

El chico miró a su acompañante. Ésta afirmó con la cabeza.

Extendió un brazo al hombre. El hombre aproximó su mano. Cuando las dos manos iban a encontrarse, la muchacha le hizo retroceder y cuchicheó a su oído.

—No le toques… Tiene las manos sucias… todo él está sucio. Te manchará.

—Pero…

—No, que vamos a llegar tarde.

El muchacho miró nuevamente al hombre, que mantenía aún su brazo extendido. Su expresión era desolada, increíble.

Ella tiraba de él y él no dejaba de mirar al hombre.

—Tenemos prisa, ¿sabe? Vamos a un guateque y…

El hombre bajó los ojos y hundió nuevamente la barbilla en el pecho. Pero ya no lloraba. Ya no esperaba nada.

La calle estaba cada vez más transitada. La tarde había refrescado y se llevó el calor del día. El hombre estaba hundido hasta las axilas. Casi todos le miraban al pasar por su lado, con mayor o menor intensidad, desde la rápida mirada hasta el gesto cómico de la risa contenida. El hombre no los veía, no veía a nadie: eran visiones calidoscópicas. Sólo sentía el asfalto, el asfalto que estaba terminando de engullirle. Estaba dentro de un pequeño cerco formado por sillas de madera de un bar vecino; un agente de circulación las había puesto preventivamente.

—Pasarán muchos coches después, ¿sabe? —le había dicho—; y algunos van sin ver. Podrían… Bueno, usted ya me entiende.

El mutismo del hombre no se vio roto para responder las preguntas que le dirigían algunos transeúntes:

—¿Qué le ha pasado? ¿Es una apuesta? ¿Se va a estar muchas horas? ¿Por qué está ahí? ¿Eres un enano? ¿Me deja que le haga una foto? ¡Talidomídico! ¡Estos pobres ya no saben qué hacer para inspirar lástima! ¿Es alguna protesta política? ¡Qué tío imbécil! ¿Le hace gracia llamar la atención? ¿Quiere agua? ¿Quiere vino? ¡Mira, un gamberro!

Una vez murmuró:

—¡Me encuentro solo… solo!… ¡Sáquenme, por favor!…

Pero nadie pudo comprenderle, nadie se le acercaba.

Y al día siguiente unos hombres quitaron las sillas y repararon el suelo, poniendo una nueva capa de asfalto.

FIN

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Este relato sirvió de guion de "El asfalto", capítulo de la serie Historias para no dormir (1966) de Narciso Ibáñez Serrador.

El asfalto

Emisión: 24/06/1966
Basado en el relato "Asfalto" de Carlos Buiza.

👉 Leer el relato (castellano) 

Un tórrida tarde en la grande ciudad. Un caballero con una pierna enyesada cruza una calle y queda "pegado" en una charca de asfalto. 

"Disculpe señora, ¿sería tan amable de auxiliarme?"

Como el presupuesto "no nos alcanza", el rodaje se hace en un estudio y no hay ningún complejo en mostrar calles de cartón y coches de caricatura.

Los dibujos, por cierto, son de Mingote.
No hay dinero ni para salir a grabar al Sol

Partiendo de la situación inicial del tipo pegado al asfalto, el capítulo se estira y no ofrece una simpática crítica a la burocracia ("por triplicado"), el vaya a la otra ventanilla y el clásico atemporal de "vuelva usted mañana".


Y de mientras, el tipo se va hundiendo cada vez más en el asfalto ante la indiferencia o el desprecio de los transeúntes que lo toman por un limosnero. 
El policía solo quiere que el tipo "circule" y los bomberos eluden responsabilidades, y le dirigen a la brigada de las obras públicas.

"Por favor, sáquenme de aquí"

Y así termina el capítulo y la primera temporada (1966) de Historias para no dormir.


👉 Leer más sobre Historias para no dormir

miércoles, 28 de agosto de 2024

Sapo S.A. Memorias de un ladrón


Jon Imanol Sapieha Candela, alias "Sapo", cuenta sus hazañas:

· El robo a la sucursal del Banco Popular en Yecla, en Nochebuena de 1998, junto a su colega Ángel Suárez Flórez, alias "Casper".

· El robo de cuadros en casa de la noble empresaria Esther Koplowitz (agosto de 2001)

· El robo de documentos y posterior incendio de la Torre Windsor (febrero 2005)

· Las gestiones de intermediario con los piratas somalís secuestradores del barco Alakrana (2009)



Retirado de la vida delictiva y con los casos prescritos o ya juzgados, cuenta sus fechorías en un tono desenfadado, como un chaval riéndose de sus trastadas. 

Más que el acto criminal en sí, la gracia del documental son las pequeñas anécdotas jocosas de la vida:

En Yecla encontraron tanto dinero "B" en las cajas de seguridad que tuvieron que abandonar la perforadora con la había hecho el butrón. (Un agujero por el que, según cuenta, no pasaba su colega "Casper" 😂 ). 
2.700 millones, dice que se llevaron.

Del robo de los cuadros de Koplowitz es ingenioso el tiempo y dinero invertidos en hacerse colega del vigilante de seguridad. Un tipo que cae "en el amor de una mujer" puesta ahí solo para engatusarle. 
Y que el ladrón llevase los cuadros robados a un piso del mismo edificio.
Tuvo una condena mínima al devolver los cuadros (vendiéndolos, claro 😐).

De las tareas de mediador internacional del secuestro del Alakrana es simpático que cobrase por la gestión y luego fuese a robarle el dinero del rescate a los piratas. 😏 "Quien roba a un ladrón..."



A diferencia de otros colegas de "profesión", él siempre ha tenido negocios legales que manejaban gran cantidad de dinero, lo que servía para justificar su nivel de vida más allá de las entradas "de efectivo" de sus fechorías.

Y aunque algunas de sus hazañas son destacables quizás su mayor virtud es la habilidad para escaquearse de la cárcel mediante pantomimas en los juicios, o acuerdos o pactos con la fiscalía. Ahí reside, para mí, su verdadero talento.




Sapo S.A. Memorias de un ladrón (2022)
Temporada 1 (4 episodios y uno de relleno) Yecla, Koplowitz, Alakrana
Temporada 2 (3 episodios y uno de relleno) Windsor

martes, 27 de agosto de 2024

Relato "La sonrisa" de Ray Bradbury

 The Smile (1952)


Ray Bradbury


Título en castellano:
La sonrisa

Relato completo (inglés / castellano)

The Smile


In the town square the queue had formed at five in the morning, while cocks were crowing far out in the rimed country and there were no fires. All about, among the ruined buildings, bits of mist had clung at first, but now with the new light of seven o’clock it was beginning to disperse. Down the road, in twos and threes, more people were gathering in for the day of marketing the day of festival.
The small bay stood immediately behind two men who had been talking loudly in the clear air, and all of the sounds they made seemed twice as loud because of the cold. The small boy stamped his feet and blew on his red, chapped hands, and looked up at the soiled gunny-sack clothing of the men, and down the long line of men and women ahead.
‘Here, boy, what’re you doing out so early?’ said the man behind him.
‘Got my place in line, I have,’ said the boy.
‘Whyn’t you run off, give your place to someone who appreciates?’
‘Leave the boy alone,’ said the man ahead, suddenly turning.
‘I was joking.’ The man behind put his hand on the boy’s head. The boy shook it away coldly. ‘I just thought it strange, a boy out of bed so early.’
‘This boy’s an appreciator of arts, I’ll have you know,’ said the boy’s defender, a man named Grigsby, ‘What’s your name, lad?’
‘Tom.’
‘Tom here is going to spit clean and true, right, Tom?’
‘I sure am!’
Laughter passed down the line.
A man was selling cracked cups of hot coffee up ahead. Tom looked and saw the little hot fire and the brew bubbling in a rusty pan. It wasn’t really coffee. It was made from some berry that grew on the meadowlands beyond town, and it sold a penny a cup to warm their stomachs; but not many were buying, not many had the wealth.
Tom stared ahead to the place where the line ended, beyond a bombed-out stone wall.
‘They say she _smiles,’ _said the boy.
‘Aye, she does,’ said Grigsby.
‘They say she’s made of oil and canvas.’
‘True. And that’s what makes me think she’s not the original one. The original, now, I’ve heard, was painted on wood a long time ago.’
‘They say she’s four centuries old.’
‘Maybe more. No one knows what year this is, to be sure.’
‘It’s 2061’
‘That’s what they say, boy, yes. Liars. Could be 3,000 or 5,000, for all we know. Things were in a fearful mess there for a while. All we got now is bits and pieces.’
They shuffled along the cold stones of the street.
‘How much longer before we see her?’ asked Tom, uneasily.
‘Just a few more minutes. They got her set up with four brass poles and a velvet rope to keep folks back. Now mind, no rocks, Tom; they don’t allow rocks thrown at her.’
‘Yes, sir.’
The sun rose higher in the heavens, bringing heat which made the men shed their grimy coats and greasy hats.
‘Why’re we all here in line?’ asked Tom, at last. ‘Why’re we all here to spit?’
Grigsby did not glance clown at him, but judged the sun. ‘Well, Tom, there’s lots of reasons.’ He reached absently for a pocket that was long gone, for a cigarette that wasn’t there. Tom had seen the gesture a million times. ‘Tom, it has to do with hate. Hate for everything in the Past. I ask you, Tom, how did we get in such a state, cities all junk, roads like jigsaws from bombs and half the cornfields glowing with radio-activity at night? Ain’t that
a lousy stew, I ask you?’
‘Yes, _sir, I guess so.’
‘It’s this way, Tom. You hate whatever it was that got you all knocked down and ruined. That’s human nature. Unthinking, maybe, but human nature anyway.’
‘There’s hardly nobody or nothing we don’t hate,’ said Tom.
‘Right! The whole blooming caboodle of the people in Past who run the world. So here we are on a Thursday morning with our guts plastered to our spines, cold, live in caves and such, don’t smoke, don’t drink, don’t nothing except have our festivals, Tom, our festivals.’
And Tom thought of the festivals in the past few years. The year they tore up all the books in the square and burned them and everyone was drunk and laughing. And the
festival of science a month ago when they dragged in the last motor-car and picked lots and each lucky man who won was allowed one smash of a sledge-hammer at the car.
‘Do I remember that, Tom? Do I _remember? Why, I got smash the front window, you hear? My God, it made a lovely sound! Crash!’
Tom could hear the glass falling in glittering heaps.
‘And Bill Henderson, he got to bash the engine. Oh, he did a smart job of it, with great efficiency. Wham!’
But the best of all, recalled Grigsby, there was the time they smashed a factory that was still trying to turn out aeroplanes.
‘Lord, did we feel good blowing it up!’ said Grigsby. ‘And then we found that newspaper plant and the munitions depot. and exploded them together. Do you understand, Tom?’
Tom puzzled over it. ‘I guess.’
It was high noon. Now the odors of the ruined city stank on the hot air and things crawled among the tumbled buildings.
‘Won’t it ever come back, mister?’
‘What, civilization? Nobody wants it. Not me!’ ‘I could stand a bit of it,’ said the man behind another . ‘There were a few spots of beauty in it.’
‘Don’t worry your heads,’ shouted Grigsby. ‘There’s no room for that, either.’
‘Ah,’ said the man behind the man. ‘Someone’ll come along some day with imagination and patch it up. Mark my words. someone with a heart.’
‘No,’ said Grigsby.
‘I say yes. Someone with a soul for pretty things. Might give us back a kind of limited sort of civilization, the kind we could live in in peace.’
‘First thing you know there’s war!’
‘But maybe next time it’d be different,’
At last they stood in the main square. A man on horseback was riding from the distance into the town. He had a peace of paper in his hand. In the centre of the square was the roped-off area. Tom, Grigsby, and the others were collecting their spittle and moving forward moving forward prepared and ready, eyes wide. Tom felt his heart beating very strongly and excitedly, and the earth was hot under his bare feet.
‘Here we go, Tom, let fly!’
Four policemen stood at the corners of the roped area, four men with bits of yellow twine on their wrists to show thcir authority over other men. They were there to prevent rocks being hurled.
‘This way,’ said Grigsby at the last moment, ‘everyone. feels he’s had his chance at her, you see, Tom? Go on, now!’
Tom stood before the painting and looked at it for a it for a long time.
‘Tom, spit!’
His mouth was dry.
‘Get on, Tom! Move!’
‘But,’ said Tom, slowly, ‘she’s _beautiful.’
‘Here, I’ll spit for you!’ Grigsby spat and the missile flew in the sunlight. The woman in the portrait smiled serenely, secretly, at Tom, and he looked back at her, his heart beating, a kind of music in his ears. ‘She’s beautiful,’ he said.
The line fell silent. One moment they were berating Tom for not moving forward, now they were turning to the man on horseback.
‘What do they call it, sir?’ asked Tom, quietly.
‘The picture? ‘Mona Lisa’, Tom, I think. Yes, the ‘Mona Lisa’.
‘I have an announcement,’ said the man on horseback. ‘The authorities have decreed that as of high noon today tin portrait in the square is to be given over into the hands of the populace there, so they may participate in the destruction of —‘
Tom hadn’t even time to scream before the crowd bore him, shouting and pummelling about, stampeding toward the portrait. There was a sharp ripping sound. The police ran to escape. The crowd was in full cry, their hands like so man, hungry birds pecking away at the portrait. Tom felt himself thrust almost through the broken thing. Reaching out in blind imitation of the others, he snatched a scrap of oily canvas, yanked, felt the canvas give, then fell, was kicked, sent rolling to the outer rim of the mob. Bloody, his clothing torn, watched old women chew pieces of canvas, men break the frame, kick the ragged cloth, and rip it into confetti.
Only Tom stood apart, silent in the moving square. He looked down at his hand. It clutched the piece of canvas close his chest, hidden.
‘Hey there, Tom!’ cried Grigsby.
Without a word, sobbing, Tom ran. He ran out and the down bomb-pitted road, into a field, across a shallow stream, not looking back, his hand clenched tightly, tucked under his coat.
At sunset he reached the small village and passed on through. By nine o’clock he came to the ruined farm dwelling. Around back, in the part that still remained upright, he heard the sounds of sleeping, the family — his mother, father, and brother. He slipped quickly, silently, through the small door and lay down, panting.
‘Tom?’ called his mother in the dark.
‘Yes.’
‘Where’ve you been?’ snapped his father. ‘I’ll beat you the morning.’
Someone kicked him. His brother, who had been left behind to work their little patch of ground.
‘Go to sleep,’ cried his mother, faintly.
Another kick.
Tom lay getting his breath. All was quiet. His hand was pushed to his chest, tight, tight. He lay for half an hour this way, eyes closed. Then he felt something, and it was a cold white light. Th moon rose very high and the little square of light crept slowly over Tom’s body. Then, and only then, did his hand relax. 
Slowly, carefully, listening to those who slept about him, Tom drew his hand forth. He hesitated, sucked in his breath, and then, waiting, opened his hand and uncrumpled the fragment of painted canvas. All the world was asleep in the moonlight.
And there on his hand was the Smile.
He looked at it in the white illumination from the midnight sky. And he thought, over to himself, quietly, the Smile, the lovely Smile.
An hour later he could still see it, even after he had folded it carefully and hidden it. He shut his eyes and the Smile was there in the darkness. And it was still there, warm and gentle, when he went to sleep and the world was silent and the moon sailed up and then down the cold sky towards morning.


THE END

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LA SONRISA

La cola se ordenó en la plaza del pueblo a las cinco de la mañana, cuando los gallos cantaban en los lejanos campos cercados y no había fuegos. En todas partes, entre los edificios ruinosos, había, al principio, restos de bruma, pero ahora se disipaba ya, con la nueva luz de las siete. Camino abajo, en parejas y tríos, se reunía cada vez más gente para el día de mercado, el día del festival.

El niño estaba inmediatamente detrás de dos hombres que hablaban en el aire claro, y las voces parecían más altas a causa del frío. El niño saltaba sobre un pie y otro pie y se soplaba las manos agrietadas y rojas, y observaba las ropas sucias de los hombres y la larga fila de hombres y mujeres.

—Eh, chico, ¿qué haces levantado tan temprano? —dijo el hombre que estaba detrás.

—Estoy en la cola —dijo el chico.

—¿Por qué no te haces humo, y dejas tu sitio a alguien que sepa?

—No lo molestes al chico —dijo el hombre que estaba adelante, volviéndose de pronto.

—Era una broma —El hombre de atrás puso la mano sobre la cabeza del niño. El niño se apartó fríamente—. Sólo que me pareció raro, un chico levantado tan temprano.

—Este chico entiende de arte, no lo olvides —dijo el defensor del niño, un hombre llamado Grigsby—. ¿Cómo te llamas, muchacho?

—Tom.

—Tom va a escupir como Dios manda, ¿verdad, Tom?

—¡Claro que sí!

La risa corrió por la fila.

Más adelante, un hombre vendía tazas resquebrajadas de café caliente. Tom miró y vio la pequeña hoguera y el brebaje que hervía en una olla oxidada. No era café en realidad. Lo hacían con unas bayas de los prados, y lo vendían a un penique la taza, para calentar los estómagos; pero no eran muchos los que compraban, no muchos tenían dinero.

Tom miró hacía el frente, hacia la cabeza de la fila, más allá de una combada pared de piedra.

—Dicen que sonríe —comentó.

—Ay, y cómo sonríe —dijo Grigsby.

—Dicen que está hecha de aceite y tela.

—Cierto. Y por eso pienso que no es el original. El original, he oído decir, fue pintado sobre madera hace mucho tiempo.

—Dicen que tiene cuatro siglos.

—Tal vez más. Nadie sabe en verdad en qué año estamos.

—¡2061!

—Sí, eso dicen, chico. Mienten. Podría ser también el año 3000 o 5000. Durante un tiempo todo fue aquí muy confuso. Sólo nos quedan restos y pedazos.

Arrastraron los pies sobre el empedrado frío.

—¿Cuánto tendremos que esperar para verla? —preguntó Tom, inquieto.

—Unos pocos minutos. La pondrán entre cuatro postes de bronce y cordeles de terciopelo, todo para mantener alejada a la gente. Y atención, Tom, piedras no; no permiten que le tiren piedras.

—Sí, señor.

El sol ascendía en el cielo, calentando el aire, y los hombres se sacaron los abrigos sucios y los sombreros grasientos.

—¿Por qué estamos todos aquí en fila? —preguntó por último Tom—. ¿Por qué venimos a escupir?

Grigsby no se volvió, y examinó el sol.

—Bueno, Tom, hay muchas razones. —Buscó distraídamente en un bolsillo desaparecido tiempo atrás un cigarrillo que no estaba allí. Tom había visto ese movimiento un millón de veces—. Mira, Tom, es el odio. El odio al pasado. Piensa, Tom. Las bombas, las ciudades destruidas, los caminos como piezas de rompecabezas, los trigales radiactivos que brillan de noche. ¿No crees que es algo tremendo?

—Sí, señor, creo que sí.

—Así es, Tom. Odias siempre lo que golpea y te destruye. Es la naturaleza humana. Inconsciente, quizá, pero naturaleza humana al fin.

—Odiamos casi todas las cosas —dijo Tom.

—¡Claro! Toda esa gentuza del pasado que gobernaba el mundo. Y aquí estamos, un jueves por la mañana, con las tripas pegadas a los huesos, muertos de frío, viviendo en cuevas y otros agujeros semejantes, sin cigarrillos, sin bebidas, sin nada excepto estos festivales, Tom, nuestros festivales.

Tom recordó los festivales de los últimos años. El año en que rompieron todos los libros en la plaza y los quemaron y la gente estaba borracha y alegre. Y el festival de la ciencia del mes anterior cuando arrastraron el último automóvil y echaron suertes y todos los que ganaban tenían derecho a darle un mazazo al automóvil.

—¿Si recuerdo, Tom, si recuerdo? Cómo no recordarlo, si a mí me tocó hacer añicos el parabrisas, ¿oyes? ¡Y qué ruido maravilloso, oh Dios! ¡Crash!

Tom oyó cómo el vidrio caía en brillantes montones.

—Y Bill Henderson, a él le tocó romper el motor. Oh, hizo un buen trabajo, Bill es un hombre eficiente. ¡Bam! Pero lo mejor de todo —rememoró Grigsby— fue aquella vez que destruyeron una fábrica donde intentaban aún producir aeroplanos. Dios, cómo voló por el aire y qué felices nos sentimos. Y después descubrirnos esa fábrica de papel de diario y el depósito de municiones y volamos todo al mismo tiempo. ¿Entiendes, Tom?

Tom reflexionaba, perplejo.

—Creo que sí.

Era pleno mediodía. Ahora los olores de la ciudad en ruinas apestaban el aire caliente y unas cosas reptaban entre los edificios desmoronados.

—¿No volverá nunca, señor?

—¿Qué? ¿La civilización? Nadie la quiere. ¡No yo, al menos!

—Yo podría soportar una pequeña parte —dijo un hombre detrás de otro hombre—. Había algunas cosas hermosas.

—No se haga mala sangre —gritó Grigsby—. No hay ninguna posibilidad, además.

—Ah —dijo el hombre detrás de otro hombre—. Alguien aparecerá algún día, alguien con imaginación, y la reconstruirá. Recuerde lo que le digo. Alguien que tenga corazón.

—No —dijo Grigsby.

—Yo digo que sí. Alguien que tenga un alma para las cosas hermosas. Podría devolvernos una especie de civilización limitada, donde sería posible la paz.

—Lo primero que habrá será una guerra.

—Pero quizá la próxima vez sea distinto.

Habían llegado al fin a la plaza principal. Lejos, un hombre a caballo venía hacia el pueblo. Llevaba en la mano una hoja de papel. En el centro de la plaza estaba el área cercada por las cuerdas. Tom, Grigsby y los demás juntaban saliva y avanzaban, avanzaban preparados y listos, con los ojos muy abiertos. Tom sintió el corazón que le latía con fuerza, excitado, y la tierra caliente bajo los pies desnudos.

—Ahora, Tom, al vuelo.

Cuatro policías estaban de pie en las esquinas de la zona cercada, cuatro hombres con aros de cuerda amarilla en las muñecas, y que tenían autoridad sobre los otros. Estaban allí para evitar que arrojasen piedras.

—Así —dijo Grigsby a último momento— todo el mundo siente que tiene su oportunidad, ¿ves, Tom? Vamos, ahora.

Tom se detuvo frente al cuadro y lo miró largo rato.

—¡Tom, escupe!

El chico tenía la boca seca.

—¡Vamos, Tom! ¡Adelante!

—Pero —dijo Tom, lentamente— es tan hermosa.

—Vamos, ¡yo escupiré por ti!

Grigsby escupió y el proyectil voló a la luz del sol. La mujer del retrato sonreía a Tom serenamente, secretamente, y Tom la miraba con el corazón palpitante, y una especie de música en los oídos.

—Es hermosa —dijo.

—Vamos, adelante, antes que la policía…

—¡Atención!

Los hombres y las mujeres que le gritaban a Tom, porque no avanzaba, se volvieron hacia el jinete.

—¿Cómo la llaman, señor? —preguntó Tom, en voz baja.

—¿Al cuadro? Mona Lisa, Tom, creo. Sí, Mona Lisa.

—Atención, una proclama —dijo el jinete—. Las autoridades decretan que a partir del mediodía de hoy el retrato que está en la plaza será entregado a manos del pueblo, para que todos participen en la destrucción de…

Tom apenas tuvo tiempo de gritar antes que la multitud lo arrastrase, voceando y golpeando, hacia el retrato. Se oyó el rasguido de una tela. La policía escapó. La multitud aullaba ahora. Las manos de los hombres eran como pájaros hambrientos que picoteaban el retrato. Tom se sintió lanzado contra la tela rota. Tendió la mano, imitando ciegamente a los otros, tomó una punta de la tela pintada, tironeó, sintió que la tela cedía, y cayó, y rodó entre puntapiés. Ensangrentado, la ropa hecha jirones, vio a las viejas que masticaban trozos de tela, los hombres que destrozaban el marco, pateaban el cuadro y lo reducían a confetti.

Sólo Tom permanecía aparte, silencioso en el movimiento de la plaza. Se miró la mano, y apretó el trozo de tela contra el pecho.

—Eh, Tom, ¡aquí —gritó Grigsby.

Tom, sollozando, echó a correr. Corrió trepando y bajando por los cráteres de las bombas, y llegó a un campo, vadeó un arroyo, sin mirar atrás, con el puño apretado bajo la chaqueta.

Al atardecer cruzó la aldea. A las nueve llegó a la casa ruinosa de la granja. Del otro lado, en el silo, en la parte que aún se mantenía en pie, cubierta de lonas, oyó los ruidos del sueño, la familia, la madre, el padre y el hermano. Se escurrió por la puertita rápidamente, silenciosamente, y se tendió, jadeando.

—¿Tom? —preguntó la madre en la oscuridad.

—Sí.

—¿Dónde estuviste? —rezongó el padre—. Ya arreglaremos cuentas mañana.

Alguien le lanzó un puntapié a Tom. El hermano, que se había quedado trabajando la pequeña parcela de tierra.

—Duérmete —gritó la madre, débilmente.

Otro puntapié.

Tom, acostado, recobró el aliento. Tenía la mano contra el pecho, apretada, apretada. Se quedó así, en el silencio, inmóvil, media hora, con los ojos cerrados.

De pronto notó algo, y era una luz fría y blanca. La luna subía y el rectángulo de luz se movía en el silo y trepaba lentamente por el cuerpo de Tom. Entonces, sólo entonces, aflojó la mano. Lenta, cautelosamente, escuchando a los que dormían alrededor. Tom alzó la mano. Vaciló, contuvo el aliento, y entonces, poco a poco, abrió la mano y desarrugó el trozo diminuto de tela pintada.

Todo el mundo dormía a la luz de la luna.

Y allí, en la mano, estaba la Sonrisa.

La miró a la blanca lumbre del cielo de medianoche. Y pensó, una y otra vez, silenciosamente, la Sonrisa, la hermosa Sonrisa.

La veía aún una hora más tarde, aún después de plegarla y esconderla cuidadosamente. Cerró los ojos y la Sonrisa estaba allí en la oscuridad. Y seguía estando allí, cálida y dulce, cuando se durmió y el mundo calló y la luna navegó subiendo, y descendió por el cielo frío a la luz de la mañana.

FIN

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Este relato sirvió de guion de "La sonrisa", capítulo de la serie Historias para no dormir (1966) de Narciso Ibáñez Serrador.

La sonrisa


Emisión: 3/06/1966
Basado en el relato "The smile" (1952) Ray Bradbury


Una vieja bruja prepara un brebaje delante de la familia de una joven enferma. Cuando queda sola, la bruja lo tira y saca un par de aspirinas...
Mientras, el joven de la familia se prepara para asistir al Festival del Odio.

"Si hay civilización, hay guerra. El único camino de la paz es el odio. El odio al progreso, a la cultura y a la civilización."
 
En 1970 ocurrió El Gran Desastre y la civilización como la conocemos, colapsó.  105 años después, se siguen celebrando "Festivales del Odio" donde toda forma de cultura (libros, instrumentos musicales, pinturas,...) son destruidos en un aquelarre en la plaza de la villa.

Aunque el argumento del relato sea satélite al Fahrenheit 451, Chicho y sus escenarios de cartón piedra, nos llevan a una estampa medieval que resulta no ser el pasado, sino el futuro (año 2.075 d.C).

 "Por cada chico como tú, hay cien monstruos. Seres nacidos sin brazos o piernas, que se arrastran como gusanos. Victimas de la radiación y de las guerras de la civilización." 

No por conocido deja de resultar interesante el argumento. Cómo en medio de la obcecación de los salvajes, existe siempre una alma noble que se cuestiona la realidad y aspira a la belleza y a la cultura. 

👉 Leer más sobre Historias para no dormir

domingo, 25 de agosto de 2024

Nausicaä del Valle del Viento (1984)



El Valle del Viento es un diminuto reino donde el viento que sopla les protege de los gases tóxicos que emanan del bosque contaminado que los rodea. 
Estamos en un futuro postapocalíptico donde los humanos sobreviven entre selvas de hongos tóxicos e insectos gigantescos. La paz del Valle se ve sacudida por un conflicto entre dos reinos que, en su enfrentamiento fratricida, amenaza con destruirlo todo.

Nausicaä es la princesa valiente, y compasiva con todos los seres vivos, que resultará ser la elegida para recomponer la paz con la Naturaleza.

Nunca faltan artilugios voladores (aquí parecen salidos de Moebius)


La entereza de Nausicaä es encomiable. La vemos cuando su futura "mascota", le pega un soberano mordisco y ella no reacciona (como haría cualquiera).
Más tarde, cuando claudica (en apariencia) entre los que han asesinado a su padre y que toman a todo el Valle como esclavos.

Quizás el único momento de debilidad es cuando la vemos en su cámara secreta




Miyazaki logra que empaticemos con unos artrópodos gigantescos... 😅




Esta historia tiene un planteamiento y un desarrollo maravilloso. Un despliegue narrativo seguro y confiable, coherente y emocionante a la vez. Hay destellos de humor. Y momentos de incertidumbre. No falta la acción y las batallas aéreas. 

¿Qué falla para que no la sienta como la obra maestra que parece ser?

Quizás los insectos gigantescos. O el bosque de esporas que, aunque bello, transmite su toxicidad en la pantalla.

El manga original, del propio Miyazaki, adolece de la misma asfixia por exceso de espora y hongo mortífero.

Pero es una historia a la que hay que volver a menudo para, aireado, disfrutar de su enorme grandeza. Esta historia es mucho más grande de lo que parece.




Nausicaä del Valle del Viento (Kaze no Tani no Naushika; 1984)  dirigida por Hayao Miyazaki.


Kushana instando al revivido "Dios Guerrero" a atacar a la desesperada y éste desamorándose sobre sí mismo 😂 es como aquel cohete V2 nazi que explota en la pista de lanzamiento.