A ver, para que me aclare yo…
El sábado pasado fue…
…cuando un usuario, fan del cine clásico, me recomendó una
película y pese a no tener tiempo, ni vida, me la llevé en préstamo a casa.
El sábado pasado fue…
…cuando no fui a trabajar a la biblioteca. Y me pasé cuatro
horas estudiando.
El sábado pasado fue…
…cuando ayudé a unos teens a encontrar una imagen de un
entrenamiento de fútbol. Ellos le pidieron a Google “fotos de gente dando
vueltas en un campo de fútbol” (la brecha digital no afecta sólo a gente
mayor).
Eso sí fue, el sábado pasado.
Así que ha pasado un mes ya.
Toca devolver la película que no he visto.
Y seguir estudiando lo mismo que no logro recordar. Para
aspirar a hacer lo mismo que ya hago, pero en otro sitio. La rutina confunde
los días, en que las horas muertas parecen años y los años pasan entre suspiros,
en el cementerio de los días olvidados.
Ayudo a un nene con los deberes. Aún buscan el máximo
común divisor en los colegios. Ya lo buscaban en mi tiempo ¿y aún no lo han
encontrado?
El nene escribe un número con letra torpe y un lápiz
mordisqueado de “la patrulla canina”.
¿Y dónde se ha ido mi vida?
Se fue como se va la tarde cuando te echas cinco minutos
tras comer y despiertas de la siesta y ya es de noche; y han pasado cinco
horas.
Qué vacía se siente la vida en los sábados de biblioteca.
Libros que no puedo leer.
Revistas que no puedo hojear.
Películas que no puedo comentar.
Van pasando por mis manos.
Y debo aparentar que estoy trabajando en algo.
Hago el préstamo deprisa para que se puedan ir. Porque voy
lento para ellos, que tienen todo el sábado del mundo. No esperan. Dejan la
devolución y salen porque creen que ahí fuera está la vida. Pero en ningún
lugar del mundo hay tanta vida como en los estantes de la biblioteca. Allí están
los sueños y las pesadillas de los que vivieron hace años pero siguen existiendo
ahora y para siempre.
Tengo a Pizarnik, Dickinson, Pessoa y Bukowski en la mesa.
¡Oferta! Soy la cajera cultural en el supermercado de la cultura. Pero voy
prestando “marcas blancas”. Muero un poquito cada día, si lo pienso.
Luego recuerdo que ya estoy muerto en realidad y se me
pasa.
Me preguntan sobre libros que no he leído.
Sobre libros cuya reseña no he podido leer.
Sobre libros que ni siquiera sabía que tenía.
Sobre libros que tan siquiera sabía que existían.
No quiero fingir. No sé mentir. Me quiero morir. No lo sé,
digo.
Y debo parecer idiota. A todo el mundo le debo parecer un
gran idiota. Una subpersona que está allí haciendo algo que bien podría hacer
una máquina. Y seguramente con más amabilidad que yo.
Me duele la cabeza.
Se me rompió el alma tiempo atrás.
Me estoy chillando a mí mismo que no vamos bien; que así
no.
Me tomo una pastilla.
No hay remedio para lo que siento.
“El tiempo lo cura todo”, dicen. El tiempo es,
precisamente, lo que acabó conmigo.
Entra un soplo cuando se abren las puertas. El brillo del
sol me hiere en los sábados de biblioteca. La gente deja los monstruos
aparcados hasta el domingo por la tarde (en que toda la realidad vuelve como un
vómito) y sale a dejarse ver. A pasear y a hacer cosas. A compartir en las
redes sociales sus cosas. Todo el mundo es guapo y feliz. Todo el mundo está
haciendo cosas interesantes ahí.
Yo no comparto ni hago nada.
Yo estoy dentro de mí.
Es el único lugar agradable junto a la biblioteca antes de
abrir o el cementerio. Lugares donde sólo oyen el silencio aquellos que no
saben escuchar. Lugares en que hay tanta vida que casi asfixia…
Hago una reserva me-ca-ni-ca-men-te. Adiós-muy-bue-nas.
En camposantos que no conozco, yacen las primeras
bibliotecarias de la historia de esta ciudad. Ellas también trabajaron en sábado,
y hasta en domingo. Nadie sabe sus nombres hoy. Se les fue la vida a ellas también,
ordenando libros y mandando callar a los niños revoltosos. Esos niños que son
mis abuelos ahora:
El que saluda con el bastón al entrar y me llama por mi
nombre…
El que tiene que ser el primero, sí o sí, en leer el periódico…
El que busca el amor verdadero en páginas de contacto en
Internet…
El que me cuenta que leyó ese libro hace, quizás, cuarenta
años…
¡Cuarenta años!
Dos suspiros y medio.
Y los abuelos que ya no vienen. Les ganó el dolor y se les
agotaron las fuerzas. Y temes preguntar por si ha ocurrido lo peor.
Ellos ya no entienden este mundo. No entienden las
extrañas actividades que se dan lugar en una biblioteca. Y el ruido. Siempre me
hablan del ruido. Quisieran volver a esa época de su infancia… cuando ellos
eran, precisamente, los quebraderos de cabeza de las bibliotecarias cuyas vidas
hemos olvidado. Tiempos de silencio, dicen. Ellos eran los ruidosos entonces,
pero la memoria es traicionera y embellece el pasado.
Estoy ensimismado en el mostrador de referencia. Ya les
dije que parezco idiota. Estoy muy lejos en el tiempo y en el espacio. Puede
que en otra vida. Vidas de repuesto, por supuesto.
Estoy mirando por entre los barrotes de las ventanas la
vida que pasa, como un perro atado, mientras todos pasean, aunque nadie tenga adonde
ir. Pasa lenta la mañana del sábado de biblioteca. Hace un mes de hace un
instante. Y entonces aparece un tipo. Y me pregunta si sé de algún lugar para
comer. Le digo que hay dos restaurantes bastante populares en la plaza. Me dice
que no, que un lugar donde den de comer… gratis.
La realidad es que quizás no vaya a comer hoy si no le dan
nada.
Esa es la realidad.
Es la realidad de aquí y ahora.
Se aleja por la puerta y el sol primaveral lo vuelve
invisible. Los seres vivos se difuminan con el tiempo. Sólo los libros
preservan los sueños y las pesadillas de los que ya se fueron. Nadie va escribir
nunca nada sobre ese tipo. Así que nunca habrá existido.
Como los días vacíos entre los sábados de biblioteca.
Tus palabras "calan hondo", realmente he disfrutado con tus reflexiones, más que acertadas y certeras.
ResponderEliminarMás que vivir, esto a veces parece una mera imitación a la vida...
Saludos.
Gracias ^_^
EliminarSaber que uno no está solo con estos pensamientos alivia un poquito, como una tarde tranquila en la sala de lectura :)