Les voy a contar mi experiencia con la burocracia
municipal en el trámite de dar de alta una mascota en el censo.
Todo empezó en la perrera municipal donde decidí adoptar
el perro que me parecía más feo y triste (los cachorros guapos y alegres nunca
tienen problemas para ser adoptados). En un despacho que olía a rayos, la
muchacha me pidió un montón de datos para rellenar formularios y contratos y
tras quince minutos –literal- me entregó una copia de todo el papeleo y nos
despedimos.
- ¿Y el perro? – dije cuando ya me iba.
- Ah, sí. Es verdad.
Me lo trajeron.
Una de las hojas que recibí era el alta en el censo
municipal. Entendí (aunque ciertamente el documento no lo pone) que aquello era
una copia para mí y que la perrera se ocupaba de mandar una copia al propio Ayuntamiento.
Entendí, iluso de mí, que todo el trámite ya estaba en
orden.
Unas semanas después, se plantó en la puerta de mi casa el
cartero motorizado con una notificación del Ayuntamiento. El documento, con la
jerga administrativa de rigor, me informaban en virtud de un montón de ordenanzas
que se habían enterado que tenía perro y que debía inscribirlo en el censo
municipal o de lo contrario me caería una multa de entre 50 y 150 euros (la
multa varía, supongo yo, según lo mono o feo que sea el perro).
El lunes siguiente, a primera hora, me personé en el Ayuntamiento.
Les mencionaré ahora una leve descripción del escenario,
para que se hagan una idea. Las puertas del Ayuntamiento se abren
automáticamente cuando detectan a algún ciudadano y lo dejan entrar. Pero
cuando cruzas el umbral, el acceso ya no es tan libre y democrático:
· Una cadenita roja y blanca impide el acceso hacia los
pisos inferiores por la escalera.
· Un cartel de prohibido el paso impide el acceso hacia
los pisos superiores. · Tres escalones y dos puertas acristaladas sucesivas
flanquean el acceso a una sala de mesitas y técnicos municipales.
· Y la rampa de acceso para personas en sillas de ruedas
está obstruida por una jardinera en la parte superior y una papelera en la
inferior.
Ante ese panorama, me acerqué al mostrador señalado con
una i dentro de un círculo.
Me atendió una señora de pelo blanco y erizado, vestida de
negro luctuoso, con un aparatito colgando de la oreja derecha. Eso de descolgar
el teléfono ya es historia en mi pueblo.
Le expuse mi incidencia. Me trató de tú (recuerden ese
detalle para más adelante, por favor) y su trato fue correcto y hasta
simpático. Sacó una instancia oficial de unos cajoncitos de instancias
oficiales y de repente, detiene una frase a la mitad y me planta la palma de la
mano en la cara y se da un toque al aparato de la oreja. Estaba atendiendo una
llamada, amigos.
Lamenté no haber leído nunca libros de quiromancia, porque
durante los minutos que tuve la palma de su mano ante mí hubiera podido sacar
muchas conclusiones sobre su vida, sus amores y su devenir. Ahora, dada mi
ignorancia en el arte de leer las líneas de las manos, sólo puedo decir que su
actitud en ese caso fue irrespetuosa.
Día 2
Con mi instancia rellenada y firmada y una foto a todo
color del perro (requisito ineludible) me planté en el Ayuntamiento. La persona
en el mostrador de i dentro de un círculo era otra. Y su aparato telefónico
colgando de la oreja incluía un micro que le colgaba ante la boca. Atendía a
una muchacha, o quizás le estaba dando un concierto, a saber… así que yo me
dediqué a observar con atención la zona del Registro. Allí ví a la mujer del
día anterior (de lo que deducimos que entre registro e información, la gente va
rotando los puestos).
En ese momento, entró el Alcalde con su séquito, me dio
los buenos días (aunque no me conoce de nada) y yo se los devolví. Debo decir
que reconocí al Alcalde cuando su rostro adoptó la misma postura que tiene en
los carteles electorales: la barbilla al frente y la mirada hacia un futuro
lleno de optimismo y posibilidades. Cuando lo reconocí el buen hombre ya estaba
a media escalera de camino hacia su despacho, así que mi contacto con la máxima
autoridad del pueblo fue fugaz…
La señora del mostrador de i dentro de un círculo, tras
escucharme, me redirigió a la zona del Registro.
Es una zona rectangular con tres mesas, pegadas unas a
otras y con un par de sillas delante de cada mesa. Detrás de cada
administrativa (todo son mujeres) hay lo que parece un macro armario con
puertecitas del suelo al techo que ocupa toda la pared. En realidad es un
plafón de madera. Las puertecitas de archivos, con unos tiradores tamaño
chincheta, es puro adorno. Añado, para acabar con la aburrida descripción, que todo
el mobiliario tiene los colores corporativos: gris, marrón claro y verde
césped.
La mujer del pelo corto y erizado atendía a una pareja que,
según oí, venían a inscribirse en el censo municipal. En un momento de la
gestión, le preguntó a la compañera del fondo si para imprimir el pdf debía
darle a “vista previa” antes. La compañera le dijo que no y satisfecha con su
papel de coach de su compañera, se
levantó y anunció a todos los presentes que salía a tomar su café. Recogió el
bolso y el abrigo y salió camino hacia la plaza de enfrente.
Cuando la pareja inscrita ya en el municipio salió con esa
alegría que da el pertenecer de pleno derecho a una comunidad, yo me acerqué a
la mesa con mis cosas. La mujer no pareció reconocerme (de ayer) ni cuando vio
la cartilla sanitaria de la mascota. Le expliqué. Mientras iba sacando la
documentación agarró la fotografía del perro y empezó a hacer comentarios
amables y ufanos sobre mi mascota. Me preguntó vivamente interesada sobre la
edad y la raza en un trato afable y simpático.
Se percató entonces que yo había traído mi DNI y la
cartilla sanitaria del perro en lugar de fotocopias. Se estiró en la silla y
sufrió una repentina transformación en lo que se podría denominar como
“funcionarius negativus” (gente que ejerce con placer la potestad de decir “no”
desde el escalón social que le da tener la compleja y kafkiana burocracia
administrativa detrás). Desde ese instante me habló de usted (lejos quedaba el
“ay, que perrito más bonito que tienes”).
Yo ya había anticipado una reacción similar. Pero creía
que el alta en el censo ya se había formalizado en la perrera (yo tenía una
formulario que decía eso) y suponía que la perrera municipal debía haber
mandado al Ayuntamiento una copia o en todo caso, los datos. Resumiendo el
embrollo: yo no quería pagar por unas fotocopias para ellos. E iba a defender
mis argumentos con más agarre que una pelota entre las mandíbulas de mi perro.
Por orgullo, claro. Y por jugar un poco también.
- Debe usted traer las fotocopias –dijo con el tono
reprochador de una profesora que llama al niño travieso por el apellido.
Me limité a encogerme de hombros mirando la fotocopiadora
que ella tenía detrás y moviendo la cabeza a un lado y otro, posando mi mirada
en las dos fotocopiadoras extra que sus dos compañeras administrativas tenían
detrás (por suerte, la que había salido a “tomarse el café” no se había llevado
consigo la fotocopiadora).
Amigos, en esa sala había en ese momento 4 fotocopiadoras
libres. Pues en el mostrador de la i dentro del círculo, existe, según pude ver
gracias a mi atenta observación, otra fotocopiadora.
- Ahora porque no hay gente –dijo dándose la vuelta en la
silla, posando las hojas en la fotocopiadora y pulsando un botón- pero debe
traer usted las fotocopias.
En realidad, sí que había gente esperando, y de pie. Pero…
¿cómo vas a convencerme que no puedes hacer fotocopias si tienes 4
fotocopiadoras libres a menos de dos metros?
Superado el gran escollo, me dispuse a disfrutar del
placer de ver trabajar el engranaje administrativo. Hechas las fotocopias, la
mujer de pelo erizado pasó a teclear algunos datos desde la instancia al
ordenador. Empezó por repetir mi número de teléfono en voz alta, número por
número, mientras lo tecleaba con una mano y sujetaba mi DNI con la otra. Siguió
murmullando mi nombre y apellido, aparentemente con dificultad debido a mi
caligrafía, leyéndolo de la instancia cuando aún seguía con mi DNI en la mano.
Y finalizó el asunto grapando todo el papeleo. Recordó entonces que el
principal objetivo del registro es registrar la instancia y que no podía
hacerlo ya que la grapa quedó dónde debía plasmar el sellazo. Tuvo pues de
sacar la grapa y volver a empezar.
Deduje que olvidar de registrar la instancia antes de
graparla era algo que le ocurría a menudo, pues en su mesa había una
“desgrapadora”; mientras que la grapadora tuvo que cogerla de la mesa de la
compañera que aún no había vuelto del café.
Al segundo round, la instancia quedó registrada. Dio una vuelta con su silla
giratoria, plantó la hoja en la fotocopiadora y le dio al botón. Se levantó,
dejó la fotocopia en la mesa y se fue.
…
Yo deduje que aquella hoja fotocopiada era una copia para
mí y que el asunto se podía dar por concluido. Pero como se había ido así, tan
de repente…
Puse mi mejor cara de turista perdido y miré a la gente
que esperaba de pie, buscando el clásico momento egocéntrico de “fíjense en mí
y lo que me está sucediendo” (algo muy habitual en nuestros tiempos modernos).
Yo no sabía si aquella despedida a la francesa es lo que
se conoce en la jerga como “silencio administrativo” o simplemente le había
atacado una necesidad de hacer aguas mayores o aún peor, había ido a buscar un
montón de folletos sobre ordenanzas de mascotas en el municipio.
Volvió sin decir nada de su repentina ausencia, pero por
suerte no traía ningún folleto ni nada. Me tendió la fotocopia y se despidió
con un “pase, pase” dirigido a señor que esperaba de pie.
- Espero que hayas traído fotocopias –le dije a ese
caballero que iba a ser víctima del engranaje burocrático.
Al salir vi que aún era de día, que la del café aún no
había vuelto y me alejé de ese lugar con la estúpida creencia de haber ganado
una pequeña batalla. Pero, ¿qué es la vida sino una falsa creencia de pequeñas
victorias?
Como el procedimiento administrativo sigue en marcha, no
descarto que esta historia tenga continuidad. Sigan atentos, por favor. Y
recuerden fotocopiar sus originales y adoptar (también) mascotas poco
agraciadas.
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