viernes, 16 de junio de 2017

Me han limpiado la cuenta corriente

Una de la preguntas frecuentes de los oyentes del programa (¿?) es: ¿Qué hace un bibliotecario cuando la biblioteca está cerrada? Lo ignoro, pero a juzgar por sus redes sociales no paran. Mi vida es mucho más emocionante: hoy he ido al banco a hacer una gestión.
Y les voy a hablar de ello.


Capítulo 1 - El chapoteo infantil y alguna arrugada reflexión

Hay muchos caminos para acercarse a la City, la zona de lo bancos en mi pueblo, pero prefiero la calle que pasa cerca de la biblioteca. Esa callejuela, que en alarde de pomposidad hemos llamado avenida, pasa frente a una guardería. Es agradable pasar por allí. Las voces y los chillidos de los patios escolares me recuerdan el cine de la nouvelle vague. La guardería es un edificio de planta cuadrada en equidistancia perfecta de la valla que rodea el recinto. A determinadas horas, las puertas se abren y salen en tromba, hacia el patio, un montón de críos. Corren para agarrar sus motos y coches de juguete. Subidos en sus vehículos, los jóvenes pilotos, se enfrascan en carreras hacia ninguna parte y, en un símil aprendizaje de la vida adulta, discuten y se chillan en los atascos alrededor de la fuente, que vendría a ser la rotonda del lugar.   
Debido a la ola de calor que padecemos, hoy los vehículos estaban guardados y la actividad recreativa consistía en chapotear en unas piscina inflables, cuatro que yo haya contado, todas azules y todas redondas; compradas al por mayor y con descuento.
En la calle, bajo un cerezo torcido y esmirriado hay un banco para que los familiares esperen la hora de entrega y/o recogida de criaturas. A media mañana, ese banco estaba ocupado por un par de afables ancianos y un perrito rechoncho. Los ancianos hacían visera con la mano y achinaban los ojos con la esperanza de ver a alguna de las monitorias/profesoras darse un chapuzón. Seguramente no ha hecho falta ponerse el bañador, pues el chapoteo infantil era tal que las muchachas al cargo habrán quedado bien regadas.
Un servidor, observaba todo esto desde su coche, esperando pacientemente que una señora con bolsas del super, cruzara el paso de peatones que hay frente la guardería. Y pensaba también que no tengo ya ni un solo recuerdo feliz de esa primera infancia. ¿Chapoteaba yo en el agua? ¿Jugué así alguna vez en la guardería? ¿En qué momento esos primaverales recuerdos fueron sustituidos por amargas experiencias y desengaños de la vida? ¿En qué momento, en definitiva, empecé a morir?

Modelo de piscina: la ballena alegre



Capítulo 2 - La espera y un estudio de personajes

He aparcado el vehículo lejos, como a nueve calles de mi objetivo sí, pero a la sombra. Aparcar a la sombra en plena ola de calor me llena de orgullo. Es una épica victoria sobre la sofocante realidad. Da igual que en el viaje de ida y de vuelta haya sufrido lo indecible. Por el árduo camino, me refrescaba la fe que el coche a la sombra estaría no-tan-caliente como el del pobre desgraciado que ha aparcado en doble fila justo delante del banco.
La temperatura dentro del banco era, eso hay que remarcable, agradable.
En esa oficina del banco hay cuatro empleados, de los que sólo trabaja uno: la muchacha del mostrador, con aspecto de pefil de Instagram. Luego está un señor que supervisa algo y que deambula de mesa en mesa (quizás porque en realidad no tiene ni siquiera un sitio en el que trabajar), el señor jefe, que reposa en su despacho, hojeando el periódico o intentando adjuntar un archivo adjunto, y el típico empleado de banca que verán ustedes en cualquier oficina de cualquier entidad: el treintañero cocainómano.
Se trata de un tipo así: varón, blanco, de unos treinta y tantos, con traje, aspecto cuidado sin llegar a elegante  y que destaca por su mirada furtiva y unas fosas nasales demasiadas dadas de sí, como respirar sólo aire de montaña.

Sólo había un cliente en la oficina cuando yo he entrado. Un muchacho con moto, a juzgar por el casco, y unos zapatos demasiado pequeños, ya que los talones asomaban por encima de la superficie pisable del calzado. Unos minutos después, ha entrado otro cliente, del prototipo Rebolledo. Es decir, bajito, regordete y calvete. El Rebolledo del banco vestía un polo azul marino y unos pantalones caqui deshilachados de los bajos.
Si ven que me fijo mucho en el calzado y los bajos de las ropas de la gente es debido a mi depresión crónica que me hace mirar siempre hacia el suelo (y esa es la razón que encuentre monedas extraviadas con frecuencia).  
Encontrando mi primer céntimo o pensando en la muerte (a saber...)



Capítulo 3 - Cuando el título de la historia cobra sentido al fin.

Algo que he venido observando en mis anteriores visitas al banco es que en esa oficina la señora de la limpieza trabaja durante las horas de apertura al público.
Suele barrer primero y fregar después, mientras los clientes hacemos cola. Lo cual nos obliga a todos a realizar una acompasada coreografía que, a no ser que seas cliente habitual, desconoces. Con la vergüenza que siempre conlleva errar el paso.
La abnegada mujer se agacha a vaciar los cubos de basura mientras cliente y empleado charlan, con la mesa de por medio, de las fluctuaciones de las acciones y el crecimiento negativo de los fondos.
La señora de la limpieza dobla en edad a la chica del Instagram-mostrador, pero lejos de amilanarse por la importancia de las gestiones de la muchacha se ha puesto a barrerle los pies dando golpes en las esquinas de los muebles con la escoba. La señora de la limpieza tiene aquella cara de las madres que vienen a la biblioteca a buscar el libro de lectura del niño. El niño suele tener ya 16 años y está encallado en el instituto. Y la pobre señora viene a la biblioteca arrastrando su cansancio para sacarle el libro que el niño necesita para mañana.
-Señora -le digo mentalmente-, si el comealdabas de su hijo no ha venido en todo el trimestre a buscar el libro... ¿Qué le hace pensar que vaya a leérselo esta noche de un tirón?
Pero callo y le busco el libro aún sabiendo que no lo volveré a ver hasta que la buena mujer logre vencer la reticencia del “niño” a no entrar en su cuarto y encuentre allí el libro, meses después de la fecha de devolución.
Pero volvamos al banco.
Estábamos los tres, yo, la muchacha de Instagram y la señora de la limpieza realizando la gestión cuando, de pronto, la muchacha se ha levantado y se ha dirigido hacia la impresora (situada estratégicamente en la otra punta del banco, para así, darle la oportunidad de estirar algo las piernas; que estar todo la jornada sentada ante el ordenador no es sano).
Mientras la empleada se ha ausentado de la mesa, la señora de la limpieza ha pasado un trapito por encima del teclado y le ha dado un golpe de plumero a mi libreta de ahorros.

Si fuera una de esas quejicas habituales (madres primerizas que se quejan que las mesas de la sala infantil son demasiado altas para su bebé, y años más tarde, la misma señora que las mesas son demasiado bajas para su hijo. O ese viejales con nada-mejor-que-hacer, que se viene a quejar que el periódico le ensucia las manos, que el agua del grifo sale demasiado fría o demasiado caliente, o que las letras del teclado del ordenador son más pequeñas que las del teclado de casa de su hijo,...). En fin, si fuera uno de esos singermornings me quejaría de: ¿qué carajo hace la señora de la limpieza pululando por delante de mi cuenta de ahorros? que si dónde queda la confidencialidad y patatín y patatán.
En lugar de eso prefiero imaginar que la noble señora de la limpieza es, en realidad, una agente de seguridad infiltrado. Una experta ninja capaz de reventarle la boca a uno de esos ladrones que dan tirones a las abuelas cuando cobran la pensión. Una señora que saltaría por encima del mostrador rociando los ojos con el ambientador de lavanda, para salvar cuentas corrientes de pequeños ahorradores como yo.

Quizás esa mujer también sueña con detener algún día un robo, encerando el suelo justo bajo los pies del ladrón. Y es que para aquellos que tenemos trabajos anodinos y nuestra vida es tan gris como el mostrador del banco, sólo los sueños nos permiten seguir viviendo, aunque a menudo la mera existencia sea tan asfixiante como entrar en un coche aparcado al sol en plena ola de calor.

-fin-


2 comentarios:

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