domingo, 22 de octubre de 2017

Hoy en el súper

Hoy en el súper he vivido algunas cosas que procedo a relatarles.

Una señora ha entrado en el súper mientras el marido se quedaba frente a la puerta automática, sujetando a un perrito con flequillo y dientes que se empeñaba en seguir a su propietaria. El sensor de la puerta automática detectaba al señor, así que se abría. Entonces el perro, tirando de la correa entraba metro y medio dentro del supermercado y el señor debía tirar del perrete a tiempo para que la puerta automática al cerrarse no pillase a la correa o al perro.

Una familia de cinco miembros (o eso supongo yo) padre, madre y tres hijos (dos trastos y una teen al smartphone pegada) ocupaban el pasillo entero, entre las bolsas de basura y los suavizantes.

Una señora de abrigo rojo estaba ante el congelador de los yogures con la puerta abierta. Como no puedo hablar con desconocidos, he tenido que ponerme en la puerta siguiente y meter todo el brazo dentro del congelador para agarrar los yogures de delante de la señora.

Un tipo arrastraba un carrito de plástico, de esos para comprar cuatro cosas, con una niña rubia y vestida de rosa en su interior. El tipo llevaba la barra de pan bajo el sobaco.

Un niño vigilaba en el pasillo de los cereales quizás a que no viniera nadie para meter la mano dentro de la caja y sacar la cuchara mágica que prometía la colorida caja de cereales.

Un cliente reorganizaba la sección de aguas, apilando las garrafas según su capacidad y no según la marca. Las de ocho litros iban pegadas a la pared y luego las de cinco. No he ha parecido mala idea.

Un par de tipos, con aspecto de mafiosos del este, en pantalón corto y cazadora de plumón, deambulaban en la sección de vinos y bebidas alcohólicas.

La chica de la pescadería, con sus botas de agua blancas y su delantal ennegrecido empujaba una máquina que -deduzco- enceraba el suelo. La máquina perdía un hilo de líquido negro que ella iba pisando con sus botas de saltar charcos.

Dos tipos agarrados a sendos carros de la compra, charlaban de política en la sección de aceites de freír.

En una esquina había un palé -literal- de turrón de Suchard (estamos a 22 de octubre).

En la sección de leches quedaba leche de cabra, de soja, de arroz, horchata, y leches con sabores (vainilla, chocolate, fresa, naranja, pomelo, pera…) pero leche de vaca con sabor a leche no había ya. Estaba de oferta y se había agotado.

Los donuts de la panadería, estaban como si les hubieran puesto al sol.

Una señora iba comiendo uvas de un racimo que no se decidía a comprar.

Había cola para pesar frutas y verduras.

La gente deambulaba por la sección de frutería como zombies ciegos a los demás. Se evitaban sin mirarse. Cada uno a lo suyo. Era como observar el entrecruzar de coches en una rotonda de múltiples carriles.

Una señora con muchas joyas colgando esperaba que sacaran pan caliente del horno y se iba mirando las uñas de la mano mientras cambiaba el peso de su cuerpo de un pie entaconado a otro.

La cajera era una muchacha india (o pakistaní, eso no importa). Lo interesante es  su nombre. Lo llevaba escrito en una plaquita en el pecho. Al nombre ella había añadido un espacio con un vocal extra seguida de un punto. Quizás la inicial del apellido. Soy incapaz de escribirles el nombre, sólo diré que tenía siete letras y sólo una vocal. No creo que en ese supermercado haya alguien más con el mismo nombre y deban diferenciarse usando también el apellido. Pero ella debía pensar que sí.

Hoy he comprado un cóctel tropical de fruta seca. Porque, según me he dicho a mí mismo, eso será lo más cerca que estaré nunca de un cóctel en el Trópico.


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