A duras penas se puede subir la música para no oír los propios pensamientos. Te acuchillan de repente, sin saber por qué. Nada puede contener el pensamiento mucho tiempo. Parece que se han ido pero sabes que no. Se agazapan y volverán luego, más tarde, otro día, cuando creas que eres tan más-o-menos-normal como el resto.
Pero el resto está ahí fuera y yo estoy aquí dentro.
Hace mucho años, en otra vida que viví hace apenas un suspiro, todo se rompió para mí. O quizás me pasó lo que me pasó porque me tenía que pasar y porque yo, en realidad, ya estaba roto de antes. Puede que yo ya saliera defectuoso.
En esa vida pasada, en esa infancia que no recuerdo feliz ni alegre, sino atenazada ya por la locura y el miedo, no tomé ninguna determinación para con la vida. Ni siquiera elegí, me limité a dejarme arrastrar. El barro y los cristales rotos me arañaron el cuerpo. Supe muy pronto, muy joven, que la vida no era lugar para mí.
Reflexionando luego, llegué a la conclusión que deberían haberme dejado morir la primera vez. La existencia posterior, todos estos años desde entonces, ha venido a confirmar ese sentimiento. Y nada ha podido refutar aún esa teoría.
¿Para qué? ¿Para qué tanta angustia y tanto miedo? ¿Qué razón tiene todo este sufrimiento?
Cuando salgo a la calle, siento miedo. Temo encontrarlo al girar la esquina. Evito ir a determinados lugares, por determinadas calles, a determinadas horas por el terror, puro terror, de encontrarlo. No estoy tranquilo si hay gente alrededor. Temo a los desconocidos del supermercado, de la calle, de los pocos lugares a los que puedo ir y temo más aún encontrar a un conocido. Dar con alguien vomitado del pasado me aterroriza.
Entonces tuve que marcharme. Borrar mi nombre y abandonarlo casi todo. Tuve que renacer y empezar desde cero sin ninguna ayuda, sin ningún vínculo a lo que había sido. Tuve que no ser yo y me esfuerzo en ser otro desde entonces.
Huí por el camino más complicado. Porque limitarse a sobrevivir me parecía más fácil y más limpio que huir, simplemente. Así que me alejé de la gente que me conocía, dejé que me olvidasen. Deseé que todo aquel que me hubiera conocido muriese para que no pudiese hablarle de mí, hablar de ello, hablarle y que a través de un charla banal, pudiera volver a encontrarme. La mera idea de volver a todo aquello me enferma y me enloquece.
Alguna vez he intentado contarlo. Pero la gente no lo entiende. Se lo toman a la ligera o me dan consejos imposible de realizar para mí. O se ríen porque, desde fuera, puede resultar hasta cómico. Es como hablar otro idioma. Pobre idiota, deben pensar.
Así que no puedo confiar en nadie. Y no puedo tener a nadie muy cerca durante demasiado tiempo. Se quedan encallados porque yo estoy en constante huída hacia ninguna parte y pretenden obligar a que encaje en la imagen que se hicieron de mí y me encadenan a ese molde que, como dije, está roto. Pero no les puedo culpar. Todo es falso en mí. No tengo rostro, ni nombre, ni lugares a los que ir, ni conocidos que pueda presentar en una fiesta. No tengo nada y no soy nadie porque sólo así he logrado sobrevivir al miedo que me paraliza cada día desde que tengo uso de razón.
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