Lunes 9:00 a.m hago cola en el banco. Hay 5 cajeros automáticos vacíos y 7 personas haciendo cola para ser atendidas por el único cajero (humano) al otro lado de un mostrador.
Como la gente no hace cola en orden de llegada, sino que se acercan a saludar a un conocido en la cola, van a sentarse, van hacia el mostrador “a hacer una consulta solamente”, se produce el habitual caos de “es usted el último? No es ese muchacho.” Y las quejas genéricas de: “deberían poner más gente”.
Delante de mí va una muchacha con media docena de luminosas pegatinas en su smartphone y unas zapatillas que debieron ser rosas cuando las compró, pero que ahora se van sucias y gastadas. Detrás de mí, un muchacho que lee árabe, dando LAIC a fotos de mujeres acaloradas en la pantalla de su smartphone. Sé que lee en árabe porque el poco texto de las fotos de las muchachas acaloradas va de derecha a izquierda.
Soy incapaz de concentrarme en el podcast que escucho así que paso al plan B, que es una selección musical escuchada ya mil veces. Debería actualizarla, pero me da pereza. Una señora mayor se cuela hábilmente y cuando alguien gruñe, la señora se deja caer en la silla vacía y explica, a quién quiera saber pues no se lo dice a nadie en concreto, que ella ya estaba en la cola pero que “he salido un momento a comprar el periódico”. Lo saca de su bolsa y lo despliega, reafirmando que es SU periódico y que a diferencia de nosotros, pobres desgraciados sin nada que leer, ella se ha procurado lectura para la larga espera.
Hay un murmullo de oficina y un crisol de olores. Cuando se abre la puerta todos los que no estamos pendientes del smartphone miramos quién entra; no fuera a ser un atracador. En estos tiempos que corren, toda precaución es poca.
No se ha hecho muy pesada la espera cuando llega mi turno y me acerco al mostrador. Me saluda. Saludo. Despliego los papeles pero antes de explicar nada noto que no me está escuchando. Estoy tan acostumbrado a ser ignorado que a veces pienso que mi fantasía infantil de volverme invisible se ha producido finalmente.
-Un momentito -dice el tipo-. Es que hay demasiado dinero.
-¿Demasiado dinero? -pregunto yo con cierta ironía-. Vaya, problema ¿no?
-Luego la máquina se atasca -me informa.
Se refiere a la máquina a su derecha que expele mágicamente billetes cuando alguien le pide un reintegro. La máquina se pone a hacer un ruido frenético. Y asoma un sinfín de billetes verdes. El tipo agarra una goma elástica y tras darla de sí, monta un fajo de uno siete u ocho centímetros de billetes de 100 €. La máquina vomita luego billetes de 50. El tipo hace con ellos otro fajo doblando la goma elástica a lo horizontal y a lo vertical del fajo. Queda un compacto ladrillo billetero. Luego toca el turno de los billetes azules, de 20 euros. De mientras, el tipo ha sacado de algún lugar a ras de suelo una cajita de cartón. Pone en la caja el fajo de 100, el de 50 y el de 20. Y espera el último fajo, que no es de 10 sino una macedonia multicolor verde, azul y amarillento-anaranjado. Con los cuatro fajos en la cajita de cartón el tipo se levanta, da un paso hacia un armario a su izquierda y lo abre (sin llave, ni combinación secreta, ni PIN, ni lectura de iris ocular). Mete la caja ahí y vuelve para atenderme.
Cuando se ha levantado me he fijado horrorizado en el lamentable estado de su silla. Asoma la espuma por tres o cuatro lugares del asiento y el reposa espaldas se ve claramente torcido. Parece que no hay dinero para sillas nuevas para los empleados.
Un señor en la cola sigue con sus exclamaciones vacías de queja generalizada. “Se tira media hora con cada uno” ó “Antes había uno que iba más de prisa”. El cajero reacciona con leves murmullos “hay que ver”, “lo que hay que oír”. Es todo lo que puede hacer (o le dejan) porque seguramente tiene ganas de saltar el mostrador y darle de bofetones al tipo.
Quizás está visualizando cómo le abofetea porque yerra mi operación. No lo dice. Pero le veo teclear otra vez la misma secuencia.
“Estaremos aquí hasta Nochebuena”, dice el señor de la cola.
Nadie le sigue la corriente; a los locos hay que dejarlos hablar de sus cosas.
El cajero me dice por lo bajini a mí, porque nadie más le va a oír.
-Habrá que cambiar los planes para Nochebuena -dice-, porque parece que seguiremos aquí.
-Bueno, hay ahí una caja de turrón de billete -digo yo.
._.
Ehem.
Turrón de billete.
;)
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